La audiencia opina…

Recordando a la leyenda del boxeo Muhammad Ali (II)

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Muhammad Ali, considerado uno de los deportistas más destacados del siglo XX, triple campeón de los pesos pesados y medalla de oro en los Juegos Olímpicos, murió el pasado viernes a los 74 años. Ana Ribeiro, Mauricio Rosencof, Gonzalo Pérez del Castillo, Juan Grompone y Alejandro Abal lo recordaron en La Mesa de los Viernes. Publicamos el mensaje de un oyente al respecto.


 

“Para entender la dimensión de la eternidad, tomamos un granito de arena del desierto del Sahara y eso representa mil años. Cuando se terminen los granitos de arena, allí terminará la eternidad. No quiero que mi alma arda en el infierno por toda la eternidad”
Muhammad Ali

 

Si dijera que nunca vi, ni antes ni después, dar piñazos con tamaña elegancia, como las que propinó el señor Muhammad Alí, nacido Cassius Marcellus Clay, la primera reacción sería: "¿Desde cuándo te gusta el boxeo?". La pregunta es correcta y la respuesta será que nunca me gustó el boxeo.

Muhammad no era un boxeador, era según su propia definición alguien que "volaba como una mariposa y picaba como una abeja", era un peleador social que se abría paso a trompadas, era un humorista que daba más sopapos verbales que físicos. Un elegido, un diferente, un raro. Se sienta en la mesa con John Lennon, con Gandhi, con Einstein, con esos pocos que fueron todo y de todo, además de lo que los hizo famosos de inicio. No todos los famosos se pueden sentar en esa mesa. Es demasiado exclusiva.

En una entrevista Ali decía que se dio cuenta que estaba todo equivocado cuando miró una película de Tarzán y percibió con estupor que el rey de África era blanco y de ojos azules. Tarzán hablaba con los leones y los elefantes mientras que los negros, los nativos, los tipos que hacía milenios que convivían con esos animales, no podían intercambiar siquiera un gesto.

Se dio cuenta que todo estaba equivocado cuando percibió que todos los ángeles eran blancos, que incluso Jesús era blanco y de ojos claros, hasta Dios era blanco. "Mamá, ¿dónde vamos nosotros cuando nos morimos?, ¿no hay angelitos negros?", parodiaba un diálogo con su madre.

Ganó una medalla de oro en la Olimpíada de Roma en 1960. Fue con ella colgada del cuello a una cafetería de su Louisville natal y pidió un café. La moza le respondió que no servían negros en Kentucky.

—¡Caramba! Yo no quiero que me sirvan negros, yo no como negros, solo quiero un café— dijo con orgullo exhibiendo su logro olímpico.

No hubo caso. En su ciudad natal, un campeón olímpico que había derramado lágrimas al oír el himno de su nación mientras le colgaban la medalla de oro no lograba que le sirvieran un café por el solo hecho de ser negro. Al salir de la cafetería arrojó su medalla olímpica al Río Ohio. Era guapísimo en el ring, pero mucho más guapo fuera de él.

Se negó a ir a luchar a Vietnam, alegando que los vietnamitas no le habían hecho nada, eran los blancos de su país los enemigos. A un periodista que le preguntó eso mismo, le respondió: "Tú eres mi enemigo, no el Vietcong".

Se cambió el nombre porque Cassius Marcellus Clay era nombre de esclavo, ese no era un nombre de origen africano, y él provenía de allí. Se convirtió al Islam porque lo sintió más cercano a su espíritu. Supo trasmitir el alma pacífica del Islam.

Le quitaron el título de campeón mundial de boxeo porque desertó de las Fuerzas Armadas. Cuando la Justicia lo absolvió, siete años después, pudo reconquistar su título lo hizo en Kinshasa, en el Congo, en el corazón de África. Salía a entrenar, a correr por los campos y lo seguían y lo aclamaban cientos de personas todos los días.

Gritaba y repetía: “Ali bumaye”. Los seguidores y los 100.000 espectadores que tuvo en vivo esa pelea lo coreaban. "Ali bumaye". "Alí, mátalo", en lengua lingala. Lo vi, nadie me lo contó.

Cuando le preguntaron qué haría después de abandonar el boxeo respondió que haría el bien a su prójimo, que ayudaría a otras personas que lo necesitaran pues él no quería arder en el infierno, quería que Dios viera sus buenas obras y que era un hombre bueno. "De eso se trata la vida: de ser bueno", dijo.

Era lindo. Era un negro buen mozo. Se mofaba de sus adversarios diciendo que no podían ser campeones mundiales porque eran feos. Merecía ser campeón porque era el más bello y el más grande. Lo fue.

La única estrella del Paseo de la Fama en Hollywood que no está en la vereda del Hollywood Boulevard es la de Muhammad Ali. Dijo que él tenía el nombre del Profeta y ese nombre no podía ser pisoteado ni por equivocación. Su nombre, junto a su estrella, está en la pared de la entrada del Teatro Dolby de la misma avenida. Es la única estrella vertical.

Este gran hombre, mi contemporáneo, tenía cuatro años más que yo, cambió de dimensión hace unos días, dejó la Tierra y viajó hacia la eternidad. Y allí permanecerá por mucho tiempo, ejemplo para negros, advertencia para blancos, deleite para los amantes del boxeo, ídolo para pacifistas, ejemplo para humanistas y eterna vergüenza para los tarzanes de este planeta que siempre se equivocan de lugar.

Muhammad Ali falleció y se me hizo un nudo en el pecho porque por un instante pensé que no existía más.

Alejandro Nathan
Vía correo electrónico


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Foto: Un par de guantes de boxeo, ubicados en un conmemorativo en el Centro Muhammad Ali. Viernes 10 de junio de 2016, Louisville, Kentucky. Crédito: Brendan Smialowski/AFP Photo.

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