Por Fernando Butazzoni ///
El agua es un problema social en todo el mundo. Los ángulos de abordaje del mismo son dispares y, en muchos casos, opuestos. Mientras algunos países invierten para llevar agua potable a su población, evitar los procesos de desertificación y preservar los recursos hídricos, otros países se abren a proyectos empresariales que, en esencia, se quedan con el agua y obtienen de ello su correspondiente ganancia. Algo así como una plusvalía hídrica.
En Uruguay, la ley 18.610 estableció el marco jurídico para evitarlo, tras el plebiscito de 1992 que frenó la privatización de los servicios de agua potable. Eso fue lo que ocurrió en otros países, donde la mercantilización fue extrema. En 1999 Bolivia conoció la llamada “Guerra del agua”, una sublevación popular contra la ley que entregaba a la Betchel Corporation todas las aguas: superficiales, subterráneas y pluviales. Es decir, se quedaban hasta con la lluvia. Al final el gobierno boliviano dio marcha atrás y la Betchel se fue de Bolivia con las manos vacías.
En México, la Ley General de Aguas está por aprobarse en Diputados. Según las encuestas, la mayoría de los mexicanos se oponen a esa norma pues la consideran privatizadora. En Barcelona, que desde 2013 tiene la gestión del agua en manos privadas, se acuerda en estos días una drástica revisión para retomar el control público del recurso.
Hay empresas que se apropian del agua de diversas formas. La más chocante, por lo gráfico que resulta, es la venta. Hay compañías que ofrecen agua como cualquier otro producto. Una de ellas anunciaba hace algún tiempo: “vendo agua dulce, cruda, sin tratamiento. Origen: ríos de llanura, Argentina. Cantidad: entre 60 y 70 mil toneladas por envío. Uso: potabilización, consumo, riego. Forma de transporte: buques tanque. Precio: US$ 8 la tonelada”. Era agua del río Paraná. Los compradores: países de Medio Oriente y África. La materia prima era gratis. El flete resultaba caro, pero igual era un negocio redondo.
Hay muchos ejemplos. Es un recurso del máximo valor, al que debe prestársele toda la atención institucional necesaria. Pero eso no alcanza: también hay que ejercer el criterio ciudadano para evitar males mayores. No podremos eludir en el futuro nuevos episodios de sequía o nuevos intentos de privatización y saqueo, pero sí amortiguar o anular sus efectos. Para ello las políticas públicas deben complementarse con el esfuerzo privado, ya sea colectivo o individual, destinado a anticipar y paliar las consecuencias de los fenómenos naturales, y a frenar las posibles arremetidas de los piratas de siempre, quienes suelen aparecer después de las desgracias climáticas o las apreturas económicas.