Por Fernando Butazzoni ///
En los últimos meses el universo político uruguayo ha emitido, de forma tan clara como involuntaria, reiteradas señales problemáticas para la sociedad. Desde revelaciones sobre acuerdos poco éticos hasta flagrantes incumplimientos legales. La lista incluye varias mentiras y un par de episodios vergonzosos protagonizados por figuras que cuentan con el aval del electorado.
Una de esas señales, la que quizá menos trascendencia tuvo, es la relacionada con el fenómeno del transfuguismo político. Dos semanas después del alejamiento del diputado Daniel Peña del Partido Nacional, y de su integración plena a las huestes de Edgardo Novick, el tema ya ha sido olvidado.
El tránsfuga se define como aquella persona “que pasa de una colectividad o de una ideología a otra”, o la de quien, con un cargo público, “no lo abandona al separarse del partido que lo presentó como candidato”.
Como se ve, la palabra tránsfuga es un sustantivo que no implica valoración de ningún tipo, pese a que la inconveniencia del transfuguismo en la vida política es notoria. Son múltiples los ejemplos que sustentan el criterio de que dicha práctica es nociva y que debe ser bloqueada, impedida o cuando menos dificultada al máximo, aunque debe decirse que destacados estudiosos la ven como una actitud saludable. Uno de ellos es el francés Denis Jeanbar, quien publicó incluso un libro sobre el tema, titulado provocativamente Elogio de la traición*.
En el Uruguay de hoy no sería una mala idea legislar en la materia. Ya otras veces se ha planteado esa posibilidad y, en general, el rechazo es mayoritario entre los actores políticos, aunque no lo es en otros ámbitos de la sociedad.
Las razones de los políticos uruguayos para oponerse a una ley que impida el trasiego de una colectividad a otra con el cargo a cuestas son muchas, pero se podrían agrupar en dos grandes argumentos. El primero tiene que ver con la libertad. Hay quienes opinan que una ley de ese tipo coartaría la libertad de quienes, por distintas causas, quieren cambiar de partido.
En realidad esa libertad, en todas las hipótesis posibles, la seguirían manteniendo. Lo que no podrían mantener en ningún caso serían los cargos para los que fueron elegidos.
El otro gran argumento refiere a la dificultad, es decir a los problemas prácticos que acarrearía implementar una ley de ese tipo, desde las argucias para eludirla por parte de los interesados hasta la siempre temida judicialización de la vida política.
Es obvio que puede generar problemas, pero casi todas las leyes electorales lo hacen. La cuestión es que resuelven más problemas –y más graves– de los que provocan. La ley de financiación de los partidos políticos es un buen ámbito jurídico para encajar una traba al transfuguismo, porque a nadie escapa que ambos asuntos están muy vinculados.
Muchos países tienen leyes contra el transfuguismo, y otros están en vías de implantarlas. El potencial destructivo de esas movidas políticas es fenomenal, a tal punto que pueden provocar, como se ha visto, la caída de un mandatario y, por consiguiente, la toma del mando por otro, lo que significa la burla de la voluntad expresada en el sufragio por los electores.
Es además un buen momento político para legislar en la materia. Lejos de cualquier contienda electoral inmediata, cada quien podrá hacer sus cálculos en función de sus intereses o convicciones sin que las urnas le pisen los talones. Sería positivo, por lo menos, que se sondeara a la opinión pública respecto al asunto. No sea cosa que los representados opinen lo contrario de lo que sostienen sus legítimos representantes.
(*) Denis Jeambar e Yves Roucaute, Éloge de la trahison: De l’art de gouverner par le reniement, Paris, Seuil, 182 p.
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