Por Fernando Butazzoni ///
Hace unos días se produjo un chisporroteo polémico entre dos connotados frenteamplistas: la diputada Susana Andrade, mae de umbanda ella, y el edil Mariano Arana, arquitecto él. El intercambio fue a propósito de la posible instalación de un monumento afroumbandista en la zona de Tres Cruces. El problema es que mientras Mariano hablaba de arquitectura y urbanismo, Susana pensaba en cadenas y grilletes.
Puede resultar extraño para la mayoría de los uruguayos que alguien se sienta agraviado, discriminado y doblemente humillado por la famosa “Cruz del Papa”, instalada luego de un florido debate parlamentario para conmemorar la visita que hiciera a nuestro país Juan Pablo II en 1987.
El hecho es que esa cruz simboliza, entre otras cosas, la consagración del tráfico y la esclavitud de los negros en América, actividad nada espiritual por cierto. Han pasado varios siglos de eso, pero los descendientes de aquellos que fueron cazados como animales en las costas occidentales de África también viven aquí, por suerte tienen buena memoria y muchos poseen además su propia fe.
También puede resultar extraña para muchos la pretensión de un grupo religioso de colocar allí, en esa misma zona, otro monumento que represente la esencia de sus convicciones teológicas. Los unos preguntan por qué justo ahí, y los otros responden preguntando por qué no. Ya hay un monumento a la bandera, otro a Italia, a la leyenda de la loba con Rómulo y Remo, la estatua de Wojtyla, la cruz papal, el de Ansina (que es Ledesma), el de Candeau y alguno más que se me escapa.
También se argumenta que la dichosa cruz conmemora la visita “de un jefe de Estado” al Uruguay, pero esa es una verdad a medias. Si el Papa no fuera el líder espiritual de una buena parte de Occidente, ese monumento sería, a lo más, una plaqueta recordatoria.
Nadie duda de las profundas convicciones religiosas de Susana Andrade, puesto que ella no solamente las ha proclamado de forma reiterada, sino que además es sacerdotisa consagrada. Tampoco se puede dudar de las profundas convicciones democráticas de Mariano Arana, quien por otra parte ha sido uno de los más tenaces defensores del patrimonio montevideano.
El asunto es de enorme interés público, porque enseña con claridad la raíz de una complejidad que atraviesa a toda la sociedad, y no solo a la armonía de una parte de la ciudad. Tiene que ver con la educación, con las tradiciones y también con la incapacidad para vernos a nosotros mismos.
Decimos con orgullo que el Uruguay no es un país racista, pero a cada rato hay episodios que prueban lo contrario. Proclamamos nuestra tolerancia para con “el otro”, pero a la vez admitimos la existencia de ese “otro” que siempre es un extraño, un alien metido entre nosotros que puede ser bueno, pero que molesta.
Con respecto a las religiones afrobrasileñas, surgidas a comienzos del siglo pasado, los uruguayos en general somos bastante hipócritas. Las menospreciamos o las desconocemos y hasta nos quejamos de “la suciedad” con que amanecen las playas el 3 de febrero, pero el día antes decenas de miles de futuros quejosos se acercan a “mirar” los ritos, cultos y ofrendas, y de paso pedirle algún favorcito a la Orishá. Muchos connotados uruguayos y uruguayas son devotos de Yemanjá, aunque practican el culto en secreto por temor al qué dirán.
Por cierto que ni el arquitecto Arana ni la mae Andrade entran en esas hipocresías. Son dos personas de bien con sobradas credenciales, y con los votos necesarios, para opinar sobre eso. Pero ellos deberían tener en cuenta esas hipocresías, porque las mismas forman parte indisoluble, por desgracia, de una sociedad que es tan laica como fingidora.
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