Por Gastón González Napoli ///
Bitácora de la cuarentena, entrada número 1. Hoy es 9 de abril de 2020. Van unos 26 días desde que la vida se nos dio vuelta. Los vecinos por la calle andan de guantes, tapabocas y pañuelos; mientras escribo el cielo está plomizo, el otoño entró rápido y la alergia ya es fiel compañera.
Le aclaro enseguida a la gente con la que hablo que la leve congestión que ya porto es alérgica, no vaya a ser que la nueva policía secreta que son los vecinos me oiga y me mande, por las dudas, al ostracismo.
Esta primera entrada en la bitácora va sobre celebraciones. O más bien, sobre el fin indefinido de las celebraciones. Qué alegría, qué alegría.
El 17 de marzo fue mi cumpleaños. Hoy es mi aniversario de casado número cuatro. El domingo se celebra la Pascua. Pero los días de festejo ya no son tales.
Ni que hablar para la gente que está sin trabajo, para los que tenían comida en la heladera y la ven desaparecer, para los que vieron sus ingresos cortados de raíz, para los que tenían la vida armada y de repente viven en la incertidumbre, y se encuentran con que la única respuesta a qué hacer ahora es una lista de recomendaciones de series para ver en Netflix.
¿Cómo vamos a festejar?
Yo tengo trabajo, tengo comida, y no estoy del todo solo. Tengo a Josefina, tengo a la perra Polka. Pero qué triste saber que no habrá celebraciones.
A mis abuelas no puedo verlas por su propia precaución, aunque admito que una de ellas me regaló hace unos días una bandeja de zapallitos rellenos (Abu, prometí llamarte cuando los comiera para contarte si estaban buenos, juro que lo voy a hacer pero te voy diciendo, por si escuchás, que sí, están riquísimos). Bandeja de zapallitos rellenos, por cierto, que recibí a distancia, como si uno de los dos tuviera lepra.
A mi madre la vi ayer después de casi un mes. Bajó del auto con un tapabocas azul, la perra no la reconoció y armó un escándalo. Y mi padre, a quien el médico le dijo que es paciente de riesgo, está encerrado en su casa, sin ni siquiera tocar las bolsas de supermercado que trae mi madre, en un estado de histeria casi permanente.
¿Cómo se festeja en soledad?
No me digan que las llamadas y videollamadas son lo mismo. Viví un año en otro país: sé lo que es la distancia, y sé que las pantallas no son sustituto completo. Son mejor que nada, claro; de hecho, una amiga está en Barcelona, aislada en su apartamento sin más contacto humano que con unos compañeros de piso a quienes no soporta, y trato de escribirle seguido para mantenerle algo parecido a la compañía.
Sin embargo, esa frase hecha de tan cerca y a la vez tan lejos hace todo tanto más deprimente. Jamás creí que iba a pasar un cumpleaños en Montevideo sin ver familia ni amigos.
Qué triste quedarme sin la versión absurda del “feliz cumpleaños” de mi padre, sin el abrazo de mi madre y las locuras de mi hermano. Qué triste saber que nuestro aniversario con Jose se celebrará mirando algo en la tele.
Ahora que pienso, tengo sí una ventana. No, no sé cuándo terminará todo esto. Ni si terminará eventualmente. Tengo una sola certeza: el domingo es Pascua y termina la cuaresma. 40 días en los que se me había ocurrido renunciar al chocolate, al dulce de leche, al helado. No me imaginaba que me iba a caer en la falda una cuarentena y un bajón. Y está tan cerca de terminar que casi puedo saborearlo. Elegiré con cuidado la pieza del domingo: no puede ser solo chocolate, ni solo dulce de leche, ni solo helado. Habrá que combinar. Ah, qué domingo que me espera.
Claro: a partir de entonces no tendré más excusas, no más quejas de que el apartamento es chico y sin balcón. Habrá que ejercitarse aunque sea corriendo de un lado al otro del living, porque si vuelvo a comer postres sin moverme más que unos metros para pasear a la perra, va a estar complicado mantener la línea para el verano. Será la línea curva.
Pero ese es otro tema. Así que el domingo voy a celebrar. En tu cara, Covid-19.
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Foto: Desinfección de una computadora. Crédito: Pablo Vignali / adhocFOTOS
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