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Bitácora de la cuarentena (III): Alegato contra el teletrabajo

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Por Gastón González Napoli ///

Bitácora de la cuarentena, tercera entrada.

Hoy es 22 de abril. Hace dos días le arranqué el agregado “tele” al verbo “trabajar”: volví físicamente a la radio. Y por suerte, porque el teletrabajo es un peligro. De toda la sarta de futurólogos que han tratado de imaginar qué nos espera a la vuelta de la esquina, cuando ni siquiera distinguimos todavía la esquina, los que más me preocupan son los que dicen que esto aceleró procesos que ya estaban en movimiento y que el teletrabajo llegó para quedarse.

Por el amor de Dios, no. No le abramos ni un resquicio la puerta a ese jefe que verá la chance de cerrar oficinas para ahorrarse costos fijos con los empleados trabajando desde casa.

Chau al café aguado; hola al canto de sirena de todas las porquerías que están en la alacena de tu cocina.

Chau al viaje en ómnibus, tiempo que injustamente se suma al horario normal de trabajo y que hace añicos ese cuento de las ocho horas para trabajar, ocho para dormir y ocho para el ocio. Hola en cambio a no tener horarios, en el mal sentido de la expresión, no en el que te enseñan en cursos de emprendedurismo. Y ni sueñes con el derecho a la desconexión.

Chau al compañero de trabajo que mastica con la boca abierta; hola a no poder concentrarte porque tus familiares quieren mirar la tele al lado tuyo, y a no poder enojarte porque tienen tanto derecho a estar ahí como vos, aunque se les ocurra, de entre todo el océano interminable de contenido disponible a un clic de distancia, volver a mirar Casi ángeles.

Ni que hablar con hijos chicos de por medio. Aunque escapes al coronavirus y tus pulmones salgan indemnes, chau a respirar.

Pero haber vuelto al lugar físico del empleo no significa que las cosas sean normales. La nueva normalidad dista mucho de ser normal. Ya las imágenes de gente corriendo por la rambla de tapabocas eran ridículamente distópicas, todavía más las de gente corriendo por la rambla de tapabocas y sin remera. Más distópico aún es tratar de mantener una conversación con una compañera de laburo a través de un barbijo.

Chau a labios, dientes y lenguas, hola a interpretar gestos y emociones pura y exclusivamente a través de los ojos. Uno debe aprender a comunicarse de otra forma.

Además, tapabocas equivale a hospital. Polleras, camisas, pantalones, no traen sensaciones aparejadas, pero el tapabocas es enfermedad, es dentista con un tornillo mecánico, es cirujano.

Y los barbijos caseros, de tela, equivalen a robo. Si te digo que pienses en un ladrón: ¿cómo te lo imaginás? ¿Con la cara descubierta? Los protagonistas de La casa de papel y la señora que trató de robar la Caja Policial no se ponían caretas de Salvador Dalí por moda.

Carteles en cientos de comercios nos enseñaron que entrar con el rostro tapado está prohibido; hasta ahora, que se prohibirá lo contrario. Qué aleatorias que son nuestras normas.

Ocultar la cara siempre fue señal de querer ocultar lo que uno es. Pero lo que hasta ayer era ilegal o al menos fuente inmediata de desconfianza, hoy es obligatorio. Hace solo un par de meses, a mí me persiguieron por un Kinko porque había entrado con los auriculares puestos y no escuchaba que me gritaban que me sacara el gorro de lana y la bufanda. Hoy sería poco menos que un héroe.

Hay que aplaudir a los que esconden bocas y narices porque está protegiéndonos al resto, hay que escrachar a los egoístas que eligen no cubrirse.

Pero tranquilos: parece que los bancos y comercios están elaborando un protocolo para que uno entre con barbijo, se descubra el rostro mirando a una cámara, y luego pueda volver a taparse para pasar a hacer las compras. Cero Gran Hermano. Cero sensación de vivir en un estado policial, bajo vigilancia permanente, por si te tapás, por si no te tapás, por si estornudás en tu codo, por si te rascás la nariz. Nada que vaya a aumentar el control social exagerado y la sensación de que los vecinos son policías secretos.

De nuevo, qué aleatorias que son nuestras normas. Con qué facilidad todo se viene abajo. Como el lobo que le sopla la casa a los chanchitos, el Covid-19 está derribando unos cuantos pilares que resultaron construcciones de paja.

Ojo, no vayas a soplar, que esparcís el virus. ¿O qué te pasa?

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Foto: Pablo Vignali / adhocFOTOS

Etcétera es el blog de Gastón González Napoli en radiomundo.uy

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