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Bitácora de la cuarentena (V): El calamar gigante no nos salvará

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Por Gastón González Napoli ///

Vi a Oriente y Occidente enzarzados en una escalada armamentística, como una espiral sin fin, con su terror y sus recelos mutuos creciendo al mismo ritmo que los misiles, volviendo la posibilidad del desarme cada vez más remota.

La Tierra. La humanidad. Todo lo que hemos sabido… La expresión ‘fin del mundo’ no hace justicia a esa idea. El presente del planeta terminaría. Su futuro, incomensurablemente más vasto, también se desvanecería.

Las ruinas se convierten en arena, la arena desaparece…. Todas nuestras riquezas, nuestro color y nuestra belleza se perderían… como si nunca hubieran existido.

Este es un fragmento del discurso que el personaje Ozymandias pronuncia en el clímax de la novela gráfica Watchmen, publicada por el guionista Alan Moore y el artista Dave Gibbons entre 1986 y 1987, adaptada al cine en 2009 por el director Zack Snyder. En medio de la Guerra Fría, la solución que Ozymandias, un multimillonario súper inteligente, encuentra para evitar la confrontación nuclear a la que le tiene miedo es asustar a las grandes potencias mundiales para obligarlas a cooperar. Hacerles creer que existe una amenaza superior, superadora, un ataque inminente desde el espacio exterior.

Su plan es diseñar un gigantesco calamar y teletransportarlo a Nueva York, donde explotaría al llegar y provocaría una onda expansiva psíquica que mataría a millones de personas. El miedo en lo desconocido sería tan grande, que los EEUU y la URSS se unirían y abandonarían su militarización de larga data. Espalda con espalda. Adiós al holocausto nuclear. Una solución digna de un villano de cómics. De ciencia ficción.

¿Pero no tuvimos, en enero, miedo a un conflicto nuclear a gran escala con Irán en el medio? ¿Y no estamos enfrentando ahora una amenaza biológica, ajena a culpas humanas, que no distingue las fronteras? ¿No estamos viviendo acaso, en el 2020, en tiempos de ciencia ficción?

Bitácora de la cuarentena. Quinta entrada.

Nos aproximamos a los dos meses desde el comienzo de la emergencia sanitaria, y la sensación es de triunfo. Por más que se tenga presente que, al decir de Ned Stark, se aproxima el invierno, y muy fácilmente se nos puede dar vuelta la torta, pareciera que la cuarentena está entrando en su recta final.

Equipadas de barbijos y frascos de alcohol en gel, las oficinas irán retomando su trabajo. Para los espectáculos públicos probablemente falte un poco más, ni que hablar para que reabran los cines, pero si el tren sigue en los carriles, no me extrañaría que en no mucho más de un mes las clases en escuelas, liceos y universidades vayan volviendo a las aulas.

Pero hay cambios más de fondo que recién están empezando a verse y que bien pueden quedarse con nosotros, como se ha encargado de diagnosticar un sinnúmero de analistas, muchos con credenciales adecuadas y una larga lista de otros que quién sabe quién les dio vela en el entierro: aunque de a poco se va pudiendo salir a pasear sin sufrir miradas asesinas de la policía secreta del aislamiento, a mí me sobreviene una sensación que en inglés se llama dread, y que a mi gusto no tiene traducción exacta. Está más abajo, más hundido en el inconsciente que el miedo.

Es el presentimiento in crescendo de que va a pasar algo malo.

Como si el mundo entero se dispusiera a la reconstrucción de la posguerra más generalizada que se haya visto nunca, con el ejército enemigo todavía en pie, sin ganadores que puedan entrar victoriosos a vendernos un Plan Marshall y levantarnos del pantano. Tendremos que salir nadando del agua podrida, del fango, con amenazas desconocidas nadando entre nosotros.

Y siento que los líderes del mundo, los sistemas políticos, no están dando la talla. Ni tampoco le cabe el sayo únicamente a los gobernantes: la propia gente, nerviosa y preocupada, ha tendido a la grieta.

El fenómeno superador que iba a eliminar las divisiones, no ha cambiado mucho las posturas ultra sesgadas que tanto nos separan. La tendencia a no escuchar razones que no confirmen nuestros preconceptos. La cuestión es que si lo hace el otro, está mal. El partidismo más que la ideología; no unos valores, una cosmovisión, que guíen nuestro caminar por el mundo, sino una niebla que impide la coincidencia.

Mucho se habla de buscar grandes acuerdos, grandes diálogos, pero pareciera que a nadie le sirven. Y en redes sociales se viralizan y aplauden las burlas y los comentarios sarcásticos de políticos mucho más que sus propuestas.

Quizá son los tiempos. Quizá la radicalización es signo del hoy. O tal vez sea el tipo de fenómeno, extendido en el tiempo, distinto de un terremoto o un atentado, donde los mandatarios tienen ya un manual de respuesta. La incertidumbre del dread que nos toca vivir, tan distinto del horror ya conocido de un desastre natural, el no saber cuándo va a terminar, el no entender al enemigo, el que la utilización de términos bélicos como “enemigo” carezcan de sentido y no sepamos a qué más recurrir… quizá sea todo eso lo que nos esté separando.

Si el calamar se materializara en Montevideo en vez de en Manhattan, sus tentáculos atravesando la cúpula del Palacio Salvo, el Teatro Solís, la Torre Ejecutiva, el mausoleo de Artigas, y su onda telekinética arrumbara cadáveres en las veredas del Centro/Ciudad Vieja más que bolsas de basura a fines del verano, temo que no nos uniría, como tampoco nos está uniendo el coronavirus. Hace solo unos días trascendía que China maneja como peor escenario un posible conflicto armado con EEUU.

Watchmen, una obra oscura, densa, aparece ahora como optimista.

Y sin embargo miro a Jacinda Ardern en Nueva Zelanda y a Scott Morrison en Australia, dos personas de camisetas opuestas, que o son excelentes marketineros de sus respectivas marca país, o en serio están superando al Covid-19 con un frente político común. Porque se entiende que el partidismo, que no la política, quedan de lado cuando lo que asalta es un dilema de este porte.

¿Entonces? ¿Es tan necesario el pasaje de facturas constante? ¿El llamado de atención en Twitter? ¿Tenemos sistemas políticos tan infantiles que son incapaces de alzarse por encima de las diferencias básicas y lograr un acuerdo? ¿Tiene que ser todo “estás haciendo mal esto”, “ah, pero vos hiciste esto otro mal antes”?

Qué cansancio, qué decepción, qué sensación de que el pantano nos va a ir tragando, justo cuando esto podía servir como trampolín para reivindicar la política tradicional en épocas de outsiders.

Me quedo con el ejemplo de la reina Isabel II en el Reino Unido, que transmitió un discurso, cosa que ha hecho en ocasiones contadísimas en sus casi siete décadas de reinado, para darle a la gente un mensaje tan sencillo que suena obvio.

“Volveremos a estar con nuestros amigos. Volveremos a estar con nuestras familias. Nos volveremos a encontrar”.

Tan sencillo. Tan obvio. Y tan efectivo. Palabras para recordar cada vez cada vez que hablo por WhatsApp con mis amigos, o hago videollamada con mis compañeros de trabajo. Para recordar cuando veo a mis abuelas apenas unos segundos, al aire libre, de barbijos ambos. Para recordar cada vez que mi madre amaga con abrazarme y se arrepiente a mitad de camino.

Para recordar que esto va a terminar, porque todo termina.

Ojalá lo recordaran las personas que elegimos como gobernantes, como parlamentarios, como intendentes, como ediles, como concejales; las personas que se encargan de organismos internacionales… Ojalá.

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Foto: Fragmento de la novela gráfica Watchmen

Etcétera es el blog de Gastón González Napoli en radiomundo.uy

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