Esta es la crónica más fiel posible que puedo escribir del mito por excelencia de mi familia materna, la más memorable de esas historias que se van pasando entre generaciones. La forma que tengo de celebrar la vida de Vicente Marcelo Napoli Afonzo, mi tío, que falleció un viernes 16 de setiembre hace tres años (*)
Por Gastón González Napoli ///
"Tijuana fue lo más jodido". La frase necesita un poco de contexto: el tipo después cruzó la frontera entre México y Estados Unidos a través del desierto. Corrió escapando de perros guardianes. Amenazó a un mexicano para que lo guiara en el cruce. Durmió arriba de un árbol. Se escondió adentro de un caño, mientras veía por el agujero los pies de los hombres que podían meterlo preso o hasta matarlo con impunidad. Y sin embargo, los más duros fueron los días que Marcelo pasó en la ciudad fronteriza. Incomunicado y solo, casi sin dinero, sin saber qué sería de él.
30 años después, viajó de nuevo a Tijuana, a defender lo que había construido.
En esas tres décadas estuvo su vida adulta: se casó con mi tía Sonia, nacimos sus tres sobrinos en Montevideo, nacieron sus tres hijas en Nueva York; murió mi abuelo, su padre; manejó una limusina, fundó y cerró un restorán -Chimichurri-, abrió una compañía importadora de vinos uruguayos a Estados Unidos; tuvo perros con nombre de vinos -Tannat, Sauvignon-, fue entrenador de soccer, consiguió la nacionalidad estadounidense, votó a Obama en 2008. Se compró con su familia una casa hermosa en Port Chester, a las afueras de Nueva York. Bien de película, completo con una vecinita rubia de ojos celestes llamada Megan.
Se enteró de que tenía cáncer a la garganta a principios de 2015, y allá viajó Andrea, mi madre, a cuidarlo. Luchó durante meses y finalmente ganó, a base de químicos y radioterapia en clínicas estadounidenses de primera. Pero sobre fin de año un análisis descubrió otro bicho, ahora en el hígado. Donde la primera vez había aguantado con ese carácter duro que siempre tuvo, que lo hacía a veces un poco hosco, ahora se fue desmoronando físicamente. Los químicos se quedaron cortos. Probaron con inmunoterapia, y tampoco hubo suerte. Los análisis mostraron en agosto que su hígado estaba tan hinchado como lo tenía mi abuelo cuando otro cáncer se lo llevó. El plan B era una clínica de medicina alternativa en Tijuana, sin la frialdad de las batas blancas neoyorquinas. Hacia allí viajó con uno de sus mejores amigos, Enrique, y con mi madre y mi hermano.
Justo cuando había decidido volver a vivir en Uruguay.
*
Fines de los 80. Nunca entendí bien qué lo llevó a querer irse. No recuerdo si se lo pregunté aquella vez. Mi madre me contó que la novia que él tenía en aquel momento había muerto (de cáncer, de qué más) y que probablemente estuviera vinculado con eso. Su mejor amigo Enrique ya se había ido para allá, capaz que la cosa iba por ahí. Se despidió de la familia con poco más de 20 años.
Primero trató de hacer las cosas bien. O sea, todo lo bien que se puede intentar meterse en Estados Unidos de ilegal. Le habían denegado la visa porque su excusa para viajar a la Tierra de la Libertad no era lo suficientemente creíble: había dicho que iba a comprar películas para Videorama, el videoclub que tenía en ese momento en Montevideo, y no se comieron el cuento. Los yanquis serán muchas cosas, lo que no son es boludos.
Pero algo tenía Uruguay que ya lo había cansado, y Marcelo no quiso escuchar "no" como respuesta y se tomó un avión a Ciudad de México. De alguna forma iba a dar el salto al norte.
No debería haber quedado atrapado en Tijuana. Quizá fue la forma que tuvo el Uruguay recién entrado a la democracia de decirle "de acá no te vas". O capaz que fue la forma que tuvo Estados Unidos, que con los inmigrantes siempre tiene el fascismo a flor de piel, de trancarle la puerta de entrada. La culpa más directa la tuvo un porteño: Rodolfo.
Enrique, su amigo, había pasado la frontera escondido dentro de la valija de un auto junto con su mujer y el hijo bebé de ambos. Según narra el mito familiar -porque Enrique, como todos los mejores amigos de mi tío, es como de la familia-, el bebé no lloró en ningún momento, como si supiera que era necesario hacer silencio. Marcelo planificó todo para la suya no fuera tan complicada como la travesía de Enrique. Arregló con Rodolfo que se encontrarían en un hotel determinado de Tijuana y él lo llevaría del otro lado, para iniciar su vida nueva. Lo que siguió fue una semana de incertidumbre, donde en la casa familiar de Montevideo reinaba un silencio sepulcral: la tensión de esos días fue casi insoportable.
Apenas llegado al aeropuerto de la capital azteca, un funcionario lo amenazó con detenerlo: un joven extranjero, solo, ¿qué otra cosa podía estar haciendo allí si no era de paso a Estados Unidos? A Marcelo ya le habían avisado que tenía que llevar dólares en diferentes bolsillos para sobornar a los corruptos que le exigieran plata, cosa que se daba por hecho que iba a suceder. Al del aeropuerto se confundió y le dio cinco dólares en lugar de los 20 que pretendía. El tipo miró el billete, se desencajó, y le gritó que llamaría a su superior y que allí se acababa su aventura.
-¿Pero no le di 20?
-¡No, acá hay cinco!
-Uh, ¡perdón! -le dijo, le dio más y lo dejó pasar de largo. Hacia otro avión y rumbo a la frontera.
"Tijuana era una cuna de lobos" en aquella época, me contó en una ocasión en que lo grabé. "Te bajás del avión y te empiezan a perseguir porque saben que traés efectivo. Es un ambiente hostil, inseguro, te sentís observado". Le habían dado instrucciones de no hablar con nadie. Una camioneta lo iba a esperar para llevarlo al hotel, y ahí debía esperar. Para pasar la seguridad en el aeropuerto sin problemas se puso atrás de unos argentinos porque escuchó el acento rioplatense, ese que cuando suena en cualquier lugar del mundo lo hace a uno sentirse en casa. Cuando los funcionarios le preguntaron si estaba con ellos, dijo que sí. El argentino lo miró y no dijo nada. Adentro. Un héroe anónimo.
Al otro día apareció Rodolfo en el hotel. Marcelo desconfió enseguida: "Cuando lo vi dije ‘y este fantasma…'". El plan del porteño era que Marcelo practicara el acento estadounidense para decir "U.S. citizen" (ciudadano estadounidense) en el puesto de Migraciones, y se lo hizo repetir un buen rato hasta que consideró que estaba pasable. Como para terminar de sellar la desconfianza, le pidió que lo acompañara a "dar unas vueltas" y lo metió en una casa a buscar droga.
*
-Si cuando paso yo me toco la oreja derecha, es porque no hay problema, seguí la fila de gente. Si me toco la oreja izquierda, salí de la fila: a dos metros vas a ver una baranda, la pasás y ya estás en Estados Unidos -le prometió Rodolfo.
La estrategia era tan simple que ya era estúpida. Si desconfiaba en el hotel, cuando llegó al cruce, caminó sus buenas cinco cuadras de fila y vio que estaba lleno de policías, y encima vio cómo el argentino pasaba el control y se tocaba la oreja izquierda, Marcelo dudó. Problemas. Ya no habría "U.S. citizen". Miró hacia la baranda que tenía que saltar ahora: había también un baño cerca, y un círculo de unos cinco guardias charlando entre ellos. Se arrimó y amagó a pasar por donde el argentino había dicho, pero lo asustaron los uniformes y se metió en el baño.
Jadeando, sudando, agarrándose la cabeza, la mente a 100, y de repente escucha pasos que se acercan lentamente… Salió "como un torpedo". El que estaba en el baño era policía y le gritó algo que no alcanzó a entender, mientras que los demás guardias pasaban la baranda y empezaban a caminar en su dirección. Marcelo corrió las cinco cuadras de fila, y siguió de largo hasta que se metió en el parking a buscar el auto del argentino, para esperar ahí hasta que volviera, en algún momento. Aunque al rato, como no aparecían ni Rodolfo ni el auto, se fue en busca del hotel. Era de mañana, le había dado casi toda su plata al argentino -con la excusa de que no se la robaran en las calles de Tijuana-, y no tenía ni idea de dónde estaba. "Ponele que si fuera Montevideo me recorrí de Colón a Pocitos", me contó, hasta que a las cansadas, pasadas unas catorce horas, llegó al hotel.
Al otro día, recién, lo llamó el argentino. Proponía otra vez pasar por la línea caminando, y Marcelo se negó: decidió que pasaría caminando por el desierto. Contra el consejo de Rodolfo, se fue al centro de Tijuana a ver mariachis y tomar cerveza. Si el dinero no se lo robaban en la calle se lo robaría el porteño: mejor gastarlo. En total estuvo cuatro o cinco días en la ciudad mexicana, entre personas que "están ahí buscando gente para joder", tratando de pasar desapercibido.
Esa parte de la historia siempre me la endulzó un poco. Mi abuela me comentó una vez algo de que en esos días vio morir a un hombre, entre otras desgracias. La vez que lo llamé y grabé la historia, me habló de que "hubo otros detalles", y no profundizó mucho más.
*
Finalmente Rodolfo le encontró un mexicano de mal carácter que lo cruzaría a San Diego, una versión descafeinada de las escorias que contrabandean refugiados a Europa hoy en día. El azteca le pidió los 100 dólares que le quedaban para que no se los robaran en la calle. "Y en vez de eso me los robó él", se reía Marcelo.
-Usted no hable ni pregunte, simplemente sígame y no haga ruido -le dijo el mexicano.
En una duna, recién arrancado el viaje, lo dejó solo y se fue. Marcelo esperó cinco minutos, diez minutos, quince minutos. "Si este hijo de puta se fue, ¿cómo vuelvo?". Buscaba referencias del camino que había seguido para volver sobre sus pasos, pero estaba en pleno desierto y la arena había hecho bien el trabajo de cubrir las huellas. Al final apareció, sin dar explicaciones de dónde había estado.
Como a la media hora le dijo que se quedara quieto y paró el oído. De nuevo sin explicarle nada, lo hizo acostarse en una zanja y lo tapó con ramas; se tiró al lado de él y también se ocultó. Recién entonces Marcelo escuchó las aspas del helicóptero de vigilancia que se acercaba.
-¡No mire al helicóptero!
-¿Por qué?
-¡Porque le van a ver los ojos!
Fue el primero de varios sustos: pensó que le iban a disparar, pero la nave pasó volando.
Cruzaron luego un alambrado, ya de noche, y a unos 200 metros había casas. Y ladridos de perros. Marcelo no ató los cabos tan rápido como debería haberlo hecho, y el mexicano gritó un "¡a correr!" apenas antes de lanzarse en velocidad. Ahí Marcelo se dio vuelta y vio los perros yendo hacia él, no precisamente para jugar. "Creo que rompí todos los récords", me contó con una carcajada. "Cuando el mexicano me dijo yo todavía no había reaccionado, y enseguida lo dejé atrás como el Correcaminos cuando pasa de largo al Coyote".
Tras pasar un alambrado más, el mexicano le avisó que había que andar con mucho cuidado porque habría luces seguidoras como en las cárceles de las películas. Al rato Marcelo divisó las torres con los faroles que buscaban intrusos, y se tuvo que tirar al suelo para ocultarse de las camionetas que pasaban con sus propios focos: los dueños de los campos que vigilaban y hacían la tarea de Migraciones. Ahí aguantó, esperando que ningún vehículo lo pasara por arriba. "No levante la cabeza", le ordenó el mexicano. Caminaron un poco más, y otra vez al suelo. Y otra vez luego. Estaba harto, y se preguntaba si un riesgo tal valía la pena.
Entre agachadas y corridas llegaron a una carretera, y escucharon las camionetas acercándose. Vieron justo a tiempo un caño de desagüe que pasaba por debajo del asfalto, de unos 50 centímetros de ancho, y se metieron adentro. La camioneta paró a unos diez metros de donde estaban, y sus ocupantes se bajaron. Algo habían visto, algo sospechaban. Desde ahí dentro, Marcelo veía los haces de luz de las linternas en la oscuridad, veía los zapatos de los yanquis. Buscando. Donde alumbraran el caño, no había escape. Y una vez más, zafó. "No sé por qué no lo hicieron", se preguntó cuando me relataba la historia. Al salir, tras asegurarse de que las camionetas ya no estaban, Marcelo miró al mexicano: el guía supuestamente experimentado estaba blanco como un papel.
*
Caminaron un par de horas más y llegaron a un suburbio, que al estar cerca de la frontera sería un hormiguero de patrullas de migración. A las tres de la mañana no podían estar caminando sin resultar sospechosos. Llenos de tierra como estaban, fueron saltando por los jardines de las casas suburbanas, escapando de algún que otro vecino que los vio pasar. Por miedo a que les pegaran un tiro -ya era, después de todo, territorio estadounidense, y no son gente simpática con los intrusos-, prefirieron volver a la calle, hasta una rotonda con un pino en el medio. Eran cerca de las cuatro de la mañana, y el mexicano le propuso descansar. Arriba del árbol, claro.
Marcelo, que siempre fue bajito y entonces todavía era atlético, trepó y se ató a la rama con su cinturón. No durmió mucho, y no solo porque rara vez una rama es un colchón muy cómodo, sino porque en pleno intento de sueño escuchó ruido de algo cayendo entre las hojas, y a los dos segundos un grito. Miró arriba y el mexicano no estaba. Miró abajo y lo vio revolcándose de dolor en el piso. Tanto gritó que él bajó a ayudarlo, pero el mexicano tenía tal calentura que reaccionó a las puteadas.
Estaba amaneciendo, y el guía decidió que se volvía para su país, y que se iba a llevar a Marcelo. Que Rodolfo se arreglara con él luego, pero si lo dejaba ahí sabía que no le pagarían. Parado en la rotonda, bajo el pino, en unos suburbios seguramente no muy distintos de donde terminaría viviendo más tarde, Marcelo le dio una piña en la cara al mexicano y lo volvió a tirar al suelo. "Si no me llevás a lo de Rodolfo, te ahorco acá", le espetó y lo agarró del cuello.
Buscaron un teléfono público, pero, obviamente, no pudieron ubicar al argentino. En lugar de él atendió su mujer, que se puso histérica apenas entendió quién hablaba del otro lado del tubo y por dónde iba la cosa. Se negó de forma rotunda a recibir ningún "paquete" destinado a su marido, ni tampoco a hablar con dicho paquete. Marcelo hizo al mexicano tomarse un ómnibus hacia allí de todas formas, sucios los dos de tierra, pasto, ramas, hojas. Golpearon la puerta, el guía delante y él detrás, y la mujer de Rodolfo abrió la puerta y puteó al mexicano de arriba abajo. Marcelo escuchó la retahíla hasta que decidió intervenir y explicarle a ella cuál era la situación. Es que "andá a saber la gente que pasa por la frontera", me dijo Marcelo. "Ahí se dio cuenta de que yo no era tan jodido como podía haberse imaginado". La argentina entendió, y cambió su actitud de punta a punta: lo dejó entrar y bañarse.
Al otro día, como siempre, apareció Rodolfo. Ya para entonces Marcelo tenía claro que el porteño aparte de "un payaso, era una persona peligrosa". No quería más drama, y no lo tuvo. Rodolfo lo llevó a un avión y lo puso en viaje a Nueva York. Allá estaba Enrique esperándolo para ponerle fin a todo. Y comienzo al resto.
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Cuando ya era seguro que vencería a su primer cáncer, a mi tío le cayó la ficha. Mientras la enfermedad corría su curso, mi madre, mi abuela, mi tío Mauro y más familiares viajaron allá a cuidarlo y dar una mano para que su casa no se viniera abajo -su mujer Sonia trabaja y no podía pedirse licencia para evitar la hecatombe-. Se dio cuenta de lo importante que es tener a la familia cerca. Y decidió lo que no se creía ya posible: volver a Uruguay.
Fue casi de inmediato que se enteró que había un nuevo enemigo, esta vuelta en el hígado. El mismo tipo de enfermedad que se había llevado a mi abuelo. Pero él era alcohólico, y Marcelo no. Creo que nadie se esperaba la noticia de fines de agosto: que los tratamientos clásicos no estaban dando sus frutos. Mientras se trazaban planes de a dónde se irían a vivir los retornados, ninguno imaginó que en vez de a Uruguay mi tío volvería a Tijuana.
Ahí es donde cambió su vida para siempre, y es ahí donde el destino quiso que tuviera que defenderla. Quizá fuera la forma que tiene el triste Uruguay de decirle "vos te fuiste, ingrato, no vuelvas ahora". O en una de esas el violento Estados Unidos se ofendió por que, después de haberle dado tanto, el inmigrante lo abandonara. Muy seguramente haya sido Tijuana, que había fracasado la primera vez en trancarle el sueño del todo, y no quería desaprovechar la segunda oportunidad. Al menos en esta ocasión no apareció Rodolfo.
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Cuando estuvo en Montevideo en julio pasado, mi tío habló con mi padre -con quienes se consideraban casi hermanos- y se mostró reconciliado con la peor de las posibilidades.
Andrea, mi madre, una persona de enorme entereza, religiosa y mucho más confiada en la medicina alternativa que en la tradicional, mantuvo esperanzas hasta que entendió que no había vuelta. Y que su lugar no era ahí, sino acompañando a mi abuela en Montevideo: una mujer que las vivió todas, que yo creo que es prácticamente invencible, pero que necesitaría a su hija de soporte mucho más que su hermano mayor en ese momento. Algún día le preguntaré qué conversación tuvo con él antes de decidir sacrificar los últimos días juntos a cambio de cumplir su rol de hija.
Para sustituirla viajó Mauro, el tercer hermano, y esos pocos días en que estuvieron los tres Marcelo los reunió y les pidió que si algo le pasaba se encargaran de su mujer, Sonia, y de sus tres hijas.
Mi madre y mi hermano cruzaron la frontera -la misma- caminando, se tomaron dos trenes hasta Los Ángeles, pasaron una noche allí, volaron a San Pablo, quedaron otra noche trancados en el aeropuerto porque en Montevideo había un temporal. Y mi tío esperó a que llegaran.
El viernes le mandé a mamá un mensaje por WhatsApp preguntándole cómo podía darme cuenta de si la leche estaba cortada. Ese dato me lo había dicho una y mil veces pero siempre se me olvida. Me llamó llorando. Era cuestión de horas antes de que mi tío se fuera, me admitió. Al igual que años antes su hermano me había endulzado el cuento de su estancia en Tijuana, mi madre me había hecho lo mismo con la suya. Pero ya no habría lugar para más azúcar. Finalmente fue frontal conmigo.
"Y la leche ponela en un vaso y calentala 20 segundos, si sale cuajada es que ya no sirve".
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El único lado luminoso que se le puede encontrar es cómo acercó a la familia. Durante este par de años, mi madre, mi hermano, mi tío Mauro, mi tío Matías, el primo Lalo, mi abuela y demás viajaron a visitarlo mucho más que antes. Sufrió durante demasiado tiempo, pero al final es positivo que no se fuera de golpe.
El jueves, ya disminuido físicamente, pidió para salir a tomar sol a la terraza junto con su mujer y sus hijas. A disfrutar del aire libre, de la brisa y del calor. Pero el viernes no soportó el tratamiento, se cayó cuando trataba de bañarse en la ducha e hizo un clic: no podía pelear más. Llamó a Montevideo, con la voz entrecortada porque la enfermedad le había empezado a hacer fallar su sistema respiratorio, y se despidió. Lo mismo hizo con su familia nuclear, una de esas situaciones que es mejor no imaginar.
Los que todavía estaban allí -mi tío Mauro, el Lalo, primo de los hermanos, mi tía Sonia, Enrique- se reunieron en torno a su cama, tomados de la mano. Lo sedaron, y se fue solo.
Tijuana fue lo más jodido de nuevo.
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La única vez que fuimos los cuatro integrantes de la familia a visitarlo a Nueva York, en 2008, se tiró junto conmigo y mi hermano en el "beisman" (vocabulario de mi abuela para referirse al basement, el sótano) en el colchón inflable en el que dormimos los dos adolescentes durante la semana en que estuvimos allí.
Nos había dado una recorrida nocturna por Times Square, habíamos cenado en un restorán italiano, las cosas podían mejorar poco más. Y por primera vez nos contó esta historia, con mucho humor, un relato de aventuras. En ese contexto será como lo recuerde siempre.
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“¿Valió la pena al final?”, le pregunté cuando me terminó de contar, la vez que grabé todo. Entonces el audio se corta.
Es que la pregunta se responde sola: basta con ver a mi tía Sonia y a mis primas Brianna, Fiorella y Camila.
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(*) Este texto se publicó originalmente en Medium en 2016
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