Por Eduardo Rivero ///
Envejecer apesta. Eso dicen. En mi caso todavía no he comprobado a fondo esa teoría, porque he llegado “a cierta edad” y todavía sigo siendo, básicamente, el de siempre. Aunque algo hay, claro. Cierto dolorcillo lumbar cada tanto. La rara sensación de agacharme y no poder levantarme de un salto, como lo hice siempre. Ese valor del PSA que salió mal en el último análisis de sangre pero que, por suerte, era una falsa alarma… Lo más grave del avance del tiempo, por ahora pasa por otro lado.
En primer lugar, una nueva conciencia no del tiempo que ha pasado sino más bien del que queda. Este sí es un tema difícil de digerir y especialmente incómodo. Aunque tiene su lado positivo: pongo enorme energía en los proyectos que, por suerte, siguen apareciendo, ya que quiero llevarlos a cabo a todos antes de que el tiempo ya no alcance.
Otro tema incómodo es la creciente lejanía de la casa paterna. Las décadas que han pasado –las muchas décadas– se han llevado a mis abuelos, padres, tíos y hasta algún primo que arroparon mis más jóvenes años y a quienes hoy echo en falta cada vez que ante determinado problema me siento bastante desamparado. De niños, de jóvenes, damos por sentado que todo ese amor circundante será para siempre y por cierto que no es así. Queda la pareja, que es muchísimo y más allá de idas y venidas, una bendición, pero los que se han ido son demasiados y los recuerdos de la casa paterna, aún los más divertidos, empiezan a teñirse de una pátina de melancolía cada vez más espesa.
Un tercer tema, nada menor en mi caso, es como aprender a envejecer con la música, mi pasión y la otra sangre que fluye por mis venas. Cómo aprender a no considerar “aquella música” la única música. Cómo comprender que las canciones, los discos que fueron bandera de mi generación y con los que crecí, no son los únicos que existen y que el mundo –y los discos– siguen girando y muchas nuevas semicorcheas han pasado bajo los puentes.
Esta es una titánica tarea: la de entender que hay nuevas músicas tan atendibles, respetables y disfrutables como cualquier otra, y vencer el muro de prejuicios que los años van edificando para, al menos a través de una grieta, descubrir las otras músicas que llegan para quedarse en una dinámica incesante. En eso estoy cada día.
Una buena forma de envejecer con la música es, precisamente, salir de la zona de confort y empuñar un buen taladro para horadar ese muro. No es fácil, pero está muy lejos de ser imposible.
Es fundamental, en tal sentido, además de ejercitar la curiosidad en internet, contar con amigos de las nuevas generaciones que te vayan enterando de las nuevas cosas, proponiendo su escucha, aguijoneando tu curiosidad. Tengo unos cuantos: Christian, Pablo, Analía, Darío o el otro Pablo. Y no sé como agradecerles el surtido de nuevas músicas que me regalan dos por tres.
No se trata, en realidad, de sustituir “aquella música” por “esta música”. No sería natural, no sería auténtico, sonaría a pose. Se trata, sí, de hacerlas cohabitar unos oídos y un corazón acostumbrados a recibir cada día un torrente de música. Se trata de que los Beatles, Antonio Carlos Jobim, Aníbal Troilo, Gardel, Chico Buarque o los Stones no me hagan cerrarle la puerta a los nuevos visitantes que llegan a mi vida. Insisto: no es fácil, pero sí es posible.
Pongamos el caso de la música uruguaya. En estos días he descubierto un hermoso disco de un colectivo de tres grandes cantautores contemporáneos llamado El Astillero. Más allá de la referencia a un venerable texto de Onetti, el disco propone las canciones de Garo Arakelian, Diego Presa y Franny Glass en arreglos a pura guitarra, despojados, minimalistas, deliciosos. Me ha encantado el disco. Y se lo hice saber a Diego Presa, con quien mantengo una amistad epistolar y cuya obra me resulta muy fecunda y disfrutable.
No todo es Eduardo Mateo, Jaime Roos, Eduardo Darnauchans, Jorge Galemire… Pero envejecer con la música es también mantenerse fiel a esos artistas, a sus discos, ¿qué duda cabe?
Sería absolutamente estúpido renunciar a Mateo y el Darno, a Sinatra y Ella Fitzgerald, a Bach, a Mozart y a Debussy y por sobre todas las otras músicas del mundo, a los Beatles para posar “de moderno”. Conozco a quien lo ha intentado y se ha convertido en una suerte de alma en pena, en un veterano con piercings y tatuajes que no sabe estar alerta al ridículo. Ni tanto ni tan poco.
Puede pensar que que envejecer con la música es cambiar de gustos. No creo. Sigo escuchando rock and roll y lo sigo haciendo a alto volumen, para alarma de algún vecino. Sigo escuchando jazz y blues como siempre. Tal vez, siendo honesto, debería decir que últimamente escucho más música del llamado “American Songbook” que antes. Es decir, las grandes voces americanas –Frank Sinatra, Doris Day, Mel Tormé, Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Dean Martin– cantando desde sus discos de los años 50 o 60 las fenomenales canciones de autores como Cole Porter, Rodgers y Hart o George y Ira Gershwin.
La edad no provocó en mí eso de "escuchar más tango", sin embargo, porque ya a los 12 años escuchaba a Gardel y Troilo y a los 18 moría con Astor Piazzolla. En eso era medio “rarito” entre los pibes de mi edad, debo reconocerlo.
Envejecer con la música es aprender a no despotricar ciegamente contra Márama y Rombai o los cien millones de bandas y solistas que cantan esa música latina ultra bailable y de letras tontuelas que aparece todo el tiempo y en todo lugar, sin recordar que a nuestros 15 años existían productos como Palito Ortega con La chevecha o Los Wawancó con Villa Cariño que, por cierto, no eran un dechado de honda poesía.
No quiero ponerme ni trascendente ni truculento, pero pensando en la edad lo que me molesta de “la falta de tiempo” es la conciencia de que cuando llegue el final no podré seguir escuchando los discos que coleccioné durante toda mi vida y que son mi placer y mi orgullo.
En fin, vaya uno a saber que hay del otro lado del tránsito vital. Por ahí hay algún ángel con una trompetita o una lira, montado en una nube. Le pediré, muy suelto de alma aunque ya no de cuerpo, que saque la melodía de Penny Lane de los Beatles. Y que la toque para mí durante toda la eternidad. Porque música… música habrá siempre.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.