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Urquiza esq. Abbey Road
Héroes olvidados (IV): Jorge Galemire

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Guitarrista magistral, compositor de hermosas melodías, cantante de voz cálida, arreglador incomparable, interesante letrista. Todo eso era Jorge Galemire. Sin embargo, por razones en apariencias inexplicables, su talento no llegó a trascender más allá de una buena parte de los músicos, un puñadito de periodistas y un número dolorosamente pequeño de aficionados.

Por Eduardo Rivero ///

Si alguien lo tenía todo para ser un héroe de la música uruguaya, ese era Jorge Galemire. Guitarrista magistral, compositor de melodías hermosísimas, cantante de voz cálida y expresiva, arreglador de bandas de instrumentación eléctrica incomparable en la escena nacional y también ocasional pero interesante letrista. También tenía –lo traía desde la cuna– la compañía de ciertos demonios interiores indomables y de dientes afilados, que nunca lo dejaron en paz y fueron determinantes para abonar la planta de su autodestrucción. Fueron asimismo decisivos para que en su tránsito vital tuviera siempre en una mano un globo inflado pero en la otra un alfiler.

Por razones en apariencias inexplicables, su luminoso talento nunca fue percibido más allá de una buena parte de los músicos, un puñadito de periodistas y un número dolorosamente pequeño de aficionados. Aún así es un nombre ineludible si de entender de que vino la música popular uruguaya en las últimas cuatro décadas se trata.

Participó en un número asombroso de proyectos claves como Jaime Roos solo y con Repique, Los que iban cantando, Canciones para no dormir la siesta, Aguaragua de Pájaro Canzani, Buzos Azules de Fernando Cabrera, Nosotros Tres y bandas como El Syndikato y Los Championes. Fue arreglador del disco Hoy canto de Dino y nada menos que del Sansueña de Eduardo Darnauchans –donde además tocó casi todos los instrumentos– y en España viajó y grabó con Jorge Drexler.

Tuvo una discografía solista no demasiado amplia pero sí excepcional de todo punto de vista, que ha sido escuela de nuevos músicos y disfrute de un pequeño público de “enterados”, que incluye Presentación (1981), Segundos afuera (1983) –considerado uno de los más grandes discos uruguayos de la historia–, Ferrocarriles (1987), Casa en el desierto (1991), Perfume (2004), Trigo y plata (2012) y asimismo la recopilación de audios históricos de Nosotros Tres, el show que en 1976 y 1993 compartió con Eduardo Darnauchans y con quien esto escribe.

Su talento de melodista siempre inspirado y sorprendente, sin repetir fórmulas ni atarse a receta alguna se aprecia en canciones como Tus abrazos (grabada junto a Eduardo Mateo), Palabras cruzadas, Casa en el desierto, Un son, La costurera, Puedes oirme, Trigo y plata o la increíble Reina de corazones.

Tuvo como letrista a nombres del peso de Jaime Roos, Mauricio Ubal, Eduardo Darnauchans y Fernando Cabrera. Versionaron sus temas artistas como Laura Canoura, Rubén Rada, Jaime Roos y Fernando Cabrera. Pero todo eso no alcanzó. Y los demonios interiores hicieron su obra acosándolo sin descanso, pinchando proyectos, esparciendo piedras en su camino, colocando un terco palito entre los rayos de las ruedas de su bicicleta existencial.

Galemire fue seguidor de la síntesis genial que hizo Eduardo Mateo entre la tradición afrouruguaya y el universo pop de The Beatles. Y en esa escuela llamada “candombe beat” fue uno de los artistas de mayor peso. Su mano derecha en la guitarra no tenía igual, con la sola excepción del gran Eduardo Mateo. Sus melodías, de una belleza esencial, brillan con luz propia entre los músicos de su generación, por más que el “gran público” nunca se enterase. Sus discos merecieron mejor suerte y repercusión más inmediata, de esa que abre puertas y ayuda a solidificar una carrera de músico profesional.

Nunca logró vivir de lo que hacía, de su talento impresionante, de su sensibilidad exquisita. Ni aquí ni en España, donde estuvo radicado más de una década. Los demonios interiores que siempre lo acompañaron también se subieron al avión que lo depositó en Madrid en 1991.

Me duele especialmente esto, no solo por mi condición de amante de la música popular uruguaya sino también porque a partir de un recreo en el Dámaso en 1967, cuando lo conocí, fuimos amigos íntimos y compañeros de música durante nada menos que 48 años.

Jorge había nacido en Montevideo el 11 de marzo de 1951 y murió también aquí el 6 de junio de 2015, hace apenas un año. Fue hijo único en el hogar –que conocí muy bien– de una madre adorable y permisiva y un padre severísimo, difícil y en ocasiones tiránico, que sin embargo y a su modo, apoyaba a su hijo, aunque a la vez se la hizo difícil la mayor parte del tiempo.

Se crío mitad en el acomodado barrio de Punta Carretas y mitad en el proletario barrio de Villa Española. En los años iniciales de la secundaria tocaba la armónica sin descanso hasta que un vecino de Villa Española, Oscar Nieto, le enseñó los primeros acordes en la guitarra. Lo conocí pocos meses después de esas enseñanzas –que fueron su única “educación musical”– y ya tocaba asombrosamente bien, prácticamente sin diferencias al modo en que tocaría siempre.

Tocó con medio mundo. Grabó con medio mundo. Se labró una sólida reputación de enorme músico. Las bellísimas guitarras eléctricas que se escuchan en clásicos de Jaime Roos como Durazno y Convención y Una vez más son suyas, por ejemplo.

Duró poco en la banda de Jaime. Duró poco en Los que iban cantando. Tras ser arreglador de Sansueña no volvería a ser arreglador de otro disco completo de Darnauchans. Los demonios siempre lo acosaron y lo hirieron con infalible puntería y fanático empeño. A cierta altura la semilla de la autodestrucción estaba plantada y ya nada –ni nadie– detendría su crecimiento. Ni el amor de su mujer, ni la devoción de sus amigos, ni sus tres hijos.

Jorge se convirtió en un tipo impredecible, pendular, que oscilaba entre la euforia más absoluta y el bajón más profundo. Durante casi medio siglo nos vimos casi semanalmente y nunca sabía con cual de los dos me iba a encontrar, si con el Jorge brillante, agudo, encantador y dueño de un sentido del humor arrollador, o con el otro, caótico y difícil.

Los excesos mellaron gravemente su salud. Galemire no se mató al contado, sino en cómodas cuotas, pero lo hizo en forma injusta y prematura. En abril de 2015 empezó a llegar lo peor. Una tarde, conectado a los monitores del CTI del Hospital Maciel, me hizo una seña de que me acercara, y con voz susurrante me dijo:

—Acercáte que te voy a cantar algo.
—¿Acá me vas a cantar algo? —respondí sonriendo, llorando por dentro.
—¿Y porqué no? —agregó soltando una risa inesperada— ¿Dónde dice que aquí no se puede cantar?

Me acerqué y entonces escuché su inconfundible voz, bajita pero perfectamente audible: "Se terminaron para mi todas las farras/mi cuerpo enfermo no resiste más…" Nos reímos juntos, como tantas, tantas veces. La muerte es como un enorme terreno baldío para todos los aún vivos. Un terreno al que podemos entrar, en ancas de la memoria de quienes ya se han ido, para buscarlos con ahínco y desesperación. Sabemos que allí están, sentimos se cercana presencia pero por más que caminemos para aquí y para allá no logramos verlos.

Desde hace un año paseo por ese baldío buscando al Gale sin encontrarlo, aunque percibiendo su cercanía. Y como anda por ahí cerca, la insulto por no cuidarse, por no quererse como lo quisimos tantos, por sucumbir a los demonios, por llevarse con él una parte de mi vida que ya no regresará, por las charlas que no tendremos, los discos y películas que no compartiremos, las risas que no reiremos, las nuevas canciones que no escribiremos.

Quedan sus discos. Sus inmensas canciones. Su mágica guitarra impresa para siempre en la tecnología que ya no en la vida. A disfrutar su música como Galemire merece. A revivirlo en sus discos si tal cosa es posible. Y si no lo es, a intentarlo igual.

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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.

Foto: Jorge Galemire (Archivo). Crédito: Javier Calvelo/adhoc Fotos.

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