Por Eduardo Rivero ///
La casa era enorme, antigua, señorial, fiel representante de la dorada Belle Époque de principios del siglo XX en Punta Carretas. La casa ya no existe y en su sitio han construido un edificio de hormigón, aluminio y vidrio horroroso que me hace desviar la vista cuando paso por allí, 21 de Setiembre y Bonpland. Ya nadie habita en esa casa excepto mi memoria, en ocasiones herida de melancolía, en otros momentos, radiante de felicidad con décadas de vigencia.
Y mi memoria sabe a vainilla y crema doble, porque a pocos pasos estaba la heladería Cante Grill, con su inconfundible castillito, cuya eventual demolición depende hoy de los burócratas de turno; entrar allí era sumergirse en un mundo de vainilla y crema doble de cuyo aroma sigo -y seguiré- impregnado.
Aquella era la casa de mis tíos Isaac, hermano de mi padre, y su mujer, mi tía Irma, el ser más puro, noble y bondadoso que he conocido en esta vida. No hay muerte en esta vida que haya podido con ellos, ya largamente idos.
Yo sigo allí, caminando por aquel largo pasillo que iba del living delantero al estar del fondo pasando por el enorme comedor. Sigo allí, escuchando sonar una y otra vez aquellos enormes teléfonos negros, en una era en que los teléfonos eran únicamente enormes y negros, para que mi tía los atendiese con su adorable vocecita y tomara debida nota de los pacientes pediátricos que requerían los servicios de mi tío.
Sigo allí, recorriendo el enorme sótano que era a la vez garage, con sus extrañas y peligrosas cañerías a la vista, el precioso futbolito que había sido de mi primo Carlos y la asombrosa casa de muñecas de madera con techo rojo que había sido de mi prima Ana.
Sigo allí, en aquellas reuniones de domingo al mediodía, en medio del entrechocar de los cubitos de hielo girando en el whisky, escuchando el estruendo de las discusiones políticas entre los hermanos de mi tía y los primos de mis primos, batllistas y blancos y un único tío comunista que en aquel inicio de la década del 60 era mirado con la condescendencia conque se mira en el liceo a ese alumno rebelde e ingobernable que en secreto todos quisiéramos ser, mientras mi tío con un antiguo aparato de aquellos tan negros como los teléfonos, con su columna de mercurio que subía y bajaba por un tubo de vidrio graduado, tomaba la presión arterial a todo quien se lo solicitase.
Aquella era la casa del enorme combinado radio-pasadiscos Punktal en el que escuché los primeros discos 78 revoluciones cuando ni siquiera tenía edad escolar, la casa de la repisa con todos los tomos de la Enciclopedia UTEHA, la casa del living con su lámpara de pie y sobre la estufa de leña un curioso adorno formado por dos caballos que parecían lanzarse a galope tendidos, tan negros como los teléfonos y el aparato de presión, la casa del enorme fondo que tenía salida por la calle de atrás y, fundamentalmente, la casa del altillo ocupado en mis años de pre-adolescencia por mi primo Carlos.
Era la casa de la felicidad; cada vez que llegábamos allí me sentía feliz y pleno. Ignoraba que era el ganador de la lotería: me había tocado en suerte una familia maravillosa, un padre, un tío, una madre y una cuñada que se adoraban, unos primos geniales. Pleno de infantil inocencia, imaginaba que todas las familias eran iguales a esa. Ya tendría tiempo de comprobar con estupor que no era así. Ya tendría tiempo de comprender que esa vida de entonces ni siquiera era todavía un pantallazo, una sinopsis de lo que la verdadera vida sería, con su mochila de dolores y frustraciones bien provista pesando cada vez más sobre las espaldas, los cheques por cobrar – y pagar- las obligaciones laborales que incluirían soportar a diario el desfile más alucinante de fellinianas criaturas ávidas de poder y enfermas de mediocridad, las enfermedades y, por supuesto, la presencia de la muerte, entonces apenas una palabra sin el menor significado que aparecía muy de tanto en tanto haciendo referencia vaya uno a saber a que vecino o pariente de un pariente.
Mi memoria -decía- sigue viviendo allí. Y al hacerlo, le devuelve la vida a los muchos -demasiados- que se han ido, y por eso la memoria dirigida hacia 21 de setiembre y Bonpland es tan melancólica pero a la vez tan feliz.
Se accedía al altillo saliendo hacia el patio trasero y subiendo una larga y despintada escalera metálica. Mi primo, entonces terminando su adolescencia, había trasladado todas sus terrenales posesiones allí -mesa de dibujo, libros y discos-, subido su cama y comprado un minúsculo tocadiscos portátil. Aquel modesto cuartucho era un paradisíaco reino particular al que yo estaba invitado, estuviese presente su monarca o no.