Por Eduardo Rivero ///
Mi último viaje con Eduardo Darnauchans fue –al momento de escribir esta nota– hace apenas 48 horas, yendo desde la oscuridad del espacio entre los telones laterales hasta la aterradora y mágica zona iluminada junto al micrófono en medio del escenario del Teatro Solís.
No tengo la más mínima duda que ese trayecto lo hice, como tantos otros, junto al Darno. Sentí su cercanía.
Fuimos los dos en jeans y con una sonrisa en la cara. No vestimos traje de etiqueta, corbata, relucientes zapatos de cordones y, por cierto, no llevamos cara de circunstancia ni un preparado discurso de homenaje para leer con engolada entonación.
Esquivamos, en ese trayecto, las plazas y edificios con su nombre, los pedestales, el bronce.
Pero sucede, claro, que mi amigo durante 36 años era el centro de un tremendo evento en nuestro principal escenario y el lujo de la sala, sus palcos pintados al dorado, su apabullante araña de cristal, y un público multitudinario, quiérase o no, influían.
Los nervios de la previa, escondido entre los telones, dejaron paso a una extraña felicidad al momento de cantar. Porque en esos minutos recuperé al Darno, su inteligencia, su calidez, su eterna sonrisa, y la emoción pudo más que el empaque del homenaje y que los nervios. Entre tantas cosas, el Darno me regaló la posibilidad de estar allí, de vivir lo que viví, de llevarme algún día a la tumba la sensación exacta de soltar la voz delante de la sala repleta para cantar Flash, una de las más bella canciones de amor uruguayas de la historia. Una letra como solo el Darno pudo concebir.
Hay un cielo limpio de jazmines
detrás de vos
y la plata suave de tu frente
duplica el sol
guarda tu boca
el pliegue francés
de la cosmética de Mallarmé.
Al terminar mis dos canciones, el Darno y yo volvimos a la zona oscura entre los telones, donde me ubiqué en una silla a disfrutar de Fernando Cabrera cantando Mariposa, original del disco de Darnauchans El trigo de la luna. Y mientras lo escuchaba, volví a viajar en la más eficaz aerolínea: la memoria.
El primer viaje fue hace tantos años que es casi blasfemo sacar la cuenta. Eduardo y yo hacía apenas semanas que nos conocíamos. El Darno hacía apenas meses que había llegado desde Tacuarembó.
Fuimos a la sala Carnelli de Cinemateca a ver un doble programa de los Hermanos Marx. El Darno se reía de sus gags increíbles a mandíbula batiente, como si le fuese la vida en esa risa y yo lo secundaba desde el férreo escondite de mi timidez de entonces lo mejor que podía.
Nunca más dejaríamos de ir juntos cada vez que Cinemateca organizara una muestra de los hermanos Marx. Y una de esas veces, Eduardo se apareció con un ejemplar de la delirante autobiografía de Groucho Marx, Groucho y yo, que traía para regalarme y que aún conservo como un tesoro.
Una noche de imborrable memoria, hicimos un nuevo viaje. Era 1976 y junto al Darno y a Jorge Galemire estábamos en pleno Nosotros Tres, nuestro espectáculo, nuestra pasión compartida, ante un público divertido y movilizado, cada jueves de noche en el Shakespeare and Co. Café Concert de Punta Carretas.
Era viernes a medianoche, y el Darno y yo habíamos salido de una entrevista en CX 8 Radio Sarandí para el programa Señoras y señores del comunicador Carlos Martins.
Estábamos pasando un tiempo como invitados en una casa de la calle Juan María Pérez, y Eduardo y yo decidimos ir caminando desde Enriqueta Compte y Riqué, donde siguen estando los estudios de Sarandí, hasta aquella casona de Punta Carretas.
Estuvimos caminando como tres horas que, como casi huelga decir, no tuvieron desperdicio. El humor, la erudición en todos los temas, y el encanto arrollador del Darno, una oveja escapada de cualquier rebaño de este mundo, hicieron de aquella caminata en una Montevideo más oscura –y más segura– que hoy, un momento único.
Si pudiera revelar aquí todo el temario abordado en esas decenas y decenas y decenas de cuadras… pero no puedo… Sería jugosísimo pero no podría traicionar a mi amigo.
El éxito de aquel espectáculo llevó a que nos contrataran para viajar a Fray Bentos.
La noche previa al viaje, que se haría en la largamente desaparecida compañía Onda y bien temprano en la mañana, el Darno se quedó a dormir en casa.
Cuando apagamos la luz, Eduardo reflexionó en la más total oscuridad, sobre cuantos millones de ojos de insectos nos mirarían desde los pequeños orificios de las paredes del cuarto, en un comentario tan desopilante como bien suyo.
A esa altura, Eduardo era ya el principal baladista de la historia de la música popular uruguaya y estaba despegando como letrista, mostrando su fenomenal talento. Y en pocos meses empezaría a plasmar, junto a Galemire, una de sus obras maestras: Sansueña.
Tras una noche con muchísima charla y poquísimo sueño, abordamos junto a Galemire el bus de ONDA para caer dormidos al instante apenas el coche se puso en marcha. Despertamos cuando el bus cruzaba un puente.
—Che ¿que arroyo es este?—preguntó un somnoliento Darno a mi lado.
—Este es el Río Negro—dijo enojadísimo un pasajero que estaba en la fila de al lado a la nuestra, seguramente lugareño, molesto con semejante insulto al caudaloso río que divide al país.
Cantamos en un bellísimo teatro de la capital rionegrense y el Darno, pese al cansancio y a su eterna asma, que combatía como podía inhalador en mano, abrió el libro.
Como lo abrió en otro viaje, en el invierno de 1993, desde Montevideo a la ciudad canaria de Santa Lucía, donde, a falta de Galemire que no pudo ir, el Darno y yo improvisamos un Nosotros dos, que como pudo y con bastante astucia, sustituyó nuestro Nosotros Tres.
Décadas después, cuando muchos litros habían pasado bajo los puentes de Escocia, muchas horas de teléfono habían sido convenientemente facturadas, y el viento de la vida hacía tambalear a Eduardo, pasamos una tarde charlando en su apartamento de la calle Mercedes, hojeando los álbumes de fotos de la memoria, nombrando personajes que se nos habían cruzado en el camino, evocando amigos en común, fragmentos de canciones que algunas vez cantamos o no, evaluando de a dos heridas más o menos cicatrizadas y mojones más o menos descoloridos a lo largo del camino.
Hubo un último viaje, desde el sofá del living hasta el ascensor, donde el Darno me despidió con un abrazo. Ya no volvería a verlo, aunque sí a escucharlo por teléfono cuando lo entrevisté en un programa nocturno que yo coconducía en radio El Espectador y escuché por última vez su voz divertidamente solemene, siempre cargada de fina ironía.
Era el último trimestre de 2006 y el final estaba cerca.
Así conmemoro los diez años de ausencia de la más descarriada oveja que he conocido, uno de los más queridos amigos que he tenido y un talento descomunal que pude disfrutar y medir bien de cerca, en una circunstancia particularmente afortunada de mi vida. Viajando, una vez más con él. Viajando a cuenta de otros viajes que seguirán mientras tenga la lucidez suficiente como para invitarlo.
Cuando las luces del Solís se apagaron el jueves de noche, viajé a mi casa con mi familia en un auto con cuatro pasajeros. Pero hubo también un quinto, eterno colado, eterno invitado, que nunca dejará de ir conmigo.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.