Por Mauricio Rabuffetti ///
@maurirabuffetti
En América Latina son varios los países que enfrentan graves crisis en materia de protección de derechos humanos. México, algunos países de América Central o Venezuela representan tal vez los casos más recientes y sonados actualmente. Pero el tema es recurrente en una región de Estados muchas veces omisos y sistemas judiciales desbordados.
Es por ello que la crisis que atraviesa la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), un organismo que funciona en el seno de la OEA pero que es autónomo e independiente de los países que conforman ese organismo, representa una grave amenaza para las víctimas de abusos en la región.
La Comisión Interamericana tiene sede en Washington y sus funcionarios se desplazan –o mejor dicho lo hacían hasta ahora– por todo el continente americano para cumplir funciones de monitoreo, seguimiento de casos y vigilancia del cumplimiento de los Estados con sus obligaciones. En su órbita funcionan relatorías especiales que vigilan el estado de la libertad de expresión o la situación dramática que se vive en las cárceles del continente. Es un organismo clave del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, que además fue creado de común acuerdo por los países americanos y su mandato está establecido en la Carta de la OEA.
En manos de sus funcionarios hay miles de casos; los pedidos de audiencia para poder presentar y denunciar situaciones de abusos se cuentan por cientos en cada período de sesiones; es un organismo que ha tenido particular relevancia en casos derivados de las últimas dictaduras latinoamericanas; y de sus medidas cautelares, que son pedidas a los Estados para proteger a individuos, depende la seguridad de cientos de personas cuyas vidas están bajo amenaza, llámese líderes ambientalistas o defensores de los derechos humanos.
A pesar del origen de su creación y de su absoluta relevancia, hoy la existencia misma de la CIDH se ve amenazada por una crisis financiera que se debe en su mayor medida a la falta de compromiso de los países que más requieren de sus servicios: los países americanos, y latinoamericanos en particular.
La CIDH se financia con un 6 % del presupuesto de la OEA y una cantidad de dinero similar es aportada por países que forman parte de la organización o que son simples observadores. Paradójicamente, los fondos provenientes de países como España, Dinamarca o Noruega –que por supuesto no recurren a los servicios de la CIDH– han sido los que han permitido que la Comisión funcione.
Actualmente, estas naciones redireccionan los recursos que destinan a derechos humanos a sus propios problemas, como la crisis de refugiados, y la CIDH se queda sin el dinero que aseguraba su funcionamiento, porque son pocos los países americanos que aportan dinero, y lo hacen en cantidades módicas. Uruguay, que es uno de los países que ha apoyado la independencia y autonomía de la CIDH, es uno de esos contribuyentes.
La CIDH despedirá al 40 % de su personal a partir de julio. Suspendió sus audiencias de julio y octubre de este año y eso significa que muchas víctimas de violaciones a los derechos humanos quedarán sin posibilidad de hacer oír su voz en el único foro neutral del continente. Significa también que muchos casos en curso, que podían terminar siendo juzgados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos establecida en San José de Costa Rica, quedarán en una frondosa e interminable lista de espera.
Hace algunos días tuve oportunidad de conversar con el relator de la OEA para la Libertad de Expresión, el uruguayo Edison Lanza, sobre el trabajo que realiza su relatoría, que por sí sola maneja 300 denuncias actualmente y emite medidas cautelares que permiten proteger a periodistas amenazados.
Multiplique eso por el número de áreas posibles en las que se violan los derechos humanos en esta región del planeta, y podrá hacerse una idea de la magnitud del problema. Un problema que no debería existir si el compromiso con la protección de los derechos fundamentales fuera más allá de la retórica, y los países americanos, en conjunto, crearan un sistema de financiamiento para esta Comisión que funcionara lo más ajeno posible a voluntades políticas coyunturales y a los gobiernos de turno.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, miércoles 08.06.2016
Sobre el autor
Mauricio Rabuffetti (1975) es periodista y columnista político. Es autor del libro José Mujica. La revolución tranquila, un ensayo publicado en 20 países. Es corresponsal de Agence France-Presse en Uruguay. Sus opiniones vertidas en este espacio son personales y no expresan la posición de los medios con los cuales colabora.