Por Carlos Sanguinetti ///
Hola, amigos de En Perspectiva, soy Carlos Sanguinetti, economista. Formé parte del Directorio del Banco Centroamericano de Integración Económica y quiero contarles que debemos asumir que Ortega y Somoza son la misma cosa.
Los entierros sumarios, solitarios y nocturnos sintetizan la forma como la dictadura nicaragüense ha enfrentado al Covid-19: vociferando su desconocimiento. Las escasas cifras subestiman contagios y muertes. Muy creíbles testimonios han comenzado a desenmascarar a un gobierno que –quizás- esté de salida.
Hace ya dos años de la Rebelión de Abril, la frustrada insurrección civil que sacudió los cimientos de la dictadura matrimonial de Daniel Ortega y Rosario Murillo. En los primeros 100 días, según informara la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, una violenta represión acabó con la vida de 328 ciudadanos.
Tuve la oportunidad de recorrer Nicaragua en plena eclosión. Hablé con estudiantes, trabajadores y transportistas; en barricadas y en “tranques” carreteros. Todos se expresaban al unísono: “¡Ortega y Somoza, son la misma cosa!”.
Ortega no se explica sin la dictadura dinástica somocista. La escalada de violencia autoritaria con aspiraciones de perpetuidad familiar quizás no pueda comprenderse sin Rosario Murillo. Sin embargo, una mirada a la historia de larga duración podría encontrar la clave de esos procesos en la incapacidad de Nicaragua en conformar un estado.
Las transiciones con intenciones democráticas fracasaron. No funcionó la cada vez más sandinista Junta de Reconstrucción Nacional instaurada al caer Somoza en 1979. Tampoco la primavera electoral multipartidaria que siguió -derrota de Ortega mediante- a la elección de 1990, la más libre y transparente de la historia nicaragüense.
Pero también se malogró el Sandinismo en tanto revolución. Basta con recordar al sociólogo guatemalteco Torres-Rivas que la describió como una “revolución sin cambios revolucionarios”. Y fue ruinoso el personalismo caudillista. Lo fue con la dinastía Somoza, lo fue con el emergente Arnoldo Alemán y sus pactos con Daniel Ortega. Éstos posibilitaron la entronización del dúo Murillo-Ortega.
Hay un elemento histórico que es central a su manifiesta dificultad en construir institucionalidad y dar contención democrática al monopolio del uso legítimo de la fuerza: la injerencia de los Estados Unidos de América. Nicaragua estuvo ocupada por la potencia desde 1912 hasta 1933. Su influencia era decisiva ya desde el desarrollo bananero de fines del Siglo XIX y lo ha seguido siendo hasta el presente. A veces por acción, otras por omisión. Siempre según los vaivenes de sus gobiernos y, aún dentro de un mismo gobierno, de sus énfasis en política exterior. Hoy, persigue los mal habidos patrimonios de los gobernantes en sus negociados con Venezuela. Pero en otras épocas, en sus acciones predominaba la tibieza o el mirar hacia un costado.
En dos años, la Rebelión de Abril logró despertar al país en su afán democrático. Los diálogos con el Gobierno Sandinista no han dado los frutos deseados pero, lentamente, se ha ido conformando un espacio plural con perspectivas político-electorales: la Unidad Nacional Azul y Blanco. Su nombre surge, justamente, de uno de los grandes triunfos de la Rebelión: su apropiación de la bandera nacional de Nicaragua. Sus colores, desde las calles, tomaron un nuevo significado enfrentando al autoritariamente omnipresente negro y rojo sandinista.
En el campo interno aún no hay certezas. Las negociaciones continúan. Los espacios opositores deberán consolidarse. Y deberán encontrar un liderazgo político o, al menos, electoral.
Es la hora de la comunidad internacional. De ella dependen el alcance y la velocidad de un proceso democratizador. Estados Unidos debe representar cabalmente su ser democrático apoyando decididamente el establecimiento de los valores que lo representan. Con firmeza y con rigor conceptual. Lo mismo tiene que ocurrir con los organismos internacionales y con los países que, como Uruguay, sienten profundamente que la democracia es la base política del desarrollo.
No debe haber dos discursos cuando hablamos de democracia. No puede haber lugar a transgredirla. No debe haber tolerancia a hacerlo. Ortega y Somoza son dictadores. Son, definitivamente, la misma cosa.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 10.06.2020
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Foto: Daniel Ortega (Crédito: Wikimedia Commons) | Anastasio Somoza (Crédito: Flickr)