Días de coronavirus

Durazno era otro mundo

Facebook Twitter Whatsapp Telegram

Por Claudio Invernizzi ///

Hace tiempo de esto -en caso de haber sucedido- y hace tiempo también que me lo contaron. El protagonista de esta anécdota (que no reviste calidad suficiente como para ser historia) era de Flores, de Trinidad. Aunque es sabido que nada tiene más variantes escenográficas ni procedencias que una misma anécdota de pueblo: la necesidad de afirmar la veracidad del hecho, tal vez, obliga a los narradores a circunscribir el relato a un territorio propio, a una localía que lo avale. Así es que los mismos cuentos, con distintos protagonistas, según el relator, pueden escucharse como sucedidos en José Pedro Varela, Ismael Cortinas, Minas de Corrales o cualquier otro lugar. Lo que es verdad es que cada pueblo o ciudad pequeña cuenta con un depositario probable de la historia, alguien más o menos distraído, más o menos loco y más o menos pobre de una cantidad de pobrezas.

Esta vez le tocó a Trinidad, decíamos: fue allí, entonces, en algunas de sus esquinas de la Plaza Constitución y vaya a saber como consecuencia de qué dialogo previo, qué gracia o qué visión catastrófica de algún religioso de esos que viven con la inminencia del apocalipsis, que alguien gritó o le avisó a un tal Quique que anduviera con cuidado porque se terminaba el mundo.

Y el tal Quique, tan singular y tan bien dispuesto a la salvación individual, le contestó:

-¡Y a mí qué me importa! Total, yo me voy pa’ Durazno

Esta introducción viene a cuento por una razón adivinable: el mundo se quedó sin ese Durazno que Quique tenía a unas pocas decenas de kilómetros de distancia. Nos quedamos sin lugar para la huida. Esta pandemia no hace otra cosa que advertirnos, una vez más, que no hay posibilidad de fuga.

Entonces llegamos a la conclusión -por conciencia o por que no tenemos más remedio- de que la única salida es estar unidos y convencidos de que cuidándonos, cuidamos a todos y a todas. Y está muy bien. Pero cuando se declara semejante voluntad conjunta y absoluta, la historia demuestra que el todos y todas siempre deja gente afuera ya sea por omisión deliberada o simple y cruel descuido nomás.

Las siete mil setecientas millones de personas que somos la humanidad tanto compartimos emociones como fisiología. Somos iguales en la fragilidad. Y hoy sufrimos, además, de la misma ausencia de abrazos al tiempo que, paradójicamente, tenemos las mismas sospechas del cuerpo ajeno y tenemos el mismo temor a la respiración de nuestros congéneres.

Resulta entonces que, persistente como una pelota que golpea el piso de arriba a la hora de la siesta, la pandemia vuelve a decirnos: son todos iguales en su debilidad y la comparten en este limitadísimo pedacito de universo.

Y así quedamos nosotros, frágiles, con pandemia y en un planeta sin sucursales.

Pero fíjese usted qué curiosidad: este pensamiento que probablemente nadie deje de compartir, y que por lo tanto, podría ser el principio para repensar el mundo y para salvarlo, fue el argumento para que unos médicos franceses plantearan: ya que somos todos tan iguales en nuestra fisiología y el mundo es uno solo, porqué no vamos a hacer las pruebas contra el Covid-19 en África. Así nomás: una conclusión satánicamente colonialista de dos doctores a los que el director de la Organización Mundial de la Salud tuvo que llamar al orden.

No es novedad: en este único mundo que habitamos, nos une la fragilidad y nos separan las fronteras, las religiones, la economía y el desprecio. Y entonces es lógico preguntarse, de verdad, quiénes y cuántos significamos el todos.

Mientras tanto, en alguna plaza de algún pueblo, siempre habrá un Quique, pobre seguramente de un montón de pobrezas, como dijimos, buscando una ruta de escape aunque lo lleve exactamente al mismo lugar de donde pretende salir.

Y tiene derecho a hacerlo.

****

Para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva

***

Podés seguirnos en las redes sociales de Radiomundo, en Facebook, en Twitter y en Instagram.

Comentarios