Editorial

El tipo que inventó la noche

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Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi

“Él está ahí; jadea. Se oye un sonido grave, amarillo y ancho como el pito de un barco dentro de la niebla; una ballena enferma quejándose en el patio del fondo; un gran crustáceo desmantelado, un caballo abatido, de ojos lentos, intimidado; algo tierno derrumbado en el tragaluz de una sucia casa de apartamentos, naufragado bajo el polvo triste que llovizna sobre las ciudades. A veces se repliega contra un fondo de bares turbios y pensiones, tiznándose la cara, las manos, el cuello y la corbata con el hollín de las baldosas percudidas; a veces deambula calmosamente como una fiera acobardada dentro del invierno cuadrado de su jaula, donde las calles se repiten y todos los seres son Juan Carlos Onetti”.

Onetti: así lo describía Carlos Maggi en 1964. Un Onetti que “come su comida fría, fuma minuciosamente, bebe largo vino tinto sin buscar a nadie, como llorando al revés, hacia adentro, por lo que se escapa y se pierde mientras el humo se disuelve entre las cuatro paredes de su pozo de aire”. Es difícil imaginar un retrato mejor escrito, menos definitivo en cierto modo, que este texto de Maggi donde se ofrece la silueta de “una bestia mayor andando casi a ciegas por la sentina de la ciudad, incapaz de pedir auxilio, sin ánimo para echarse a correr o embestir o evadirse o salvarse”.

Ese Onetti, cuya leyenda está hecha de tabaco, alcohol, una cama y novelas policiales, habría cumplido 108 años el sábado pasado. No es un número redondo, pero estamos bastante hartos de los números redondos, y además no está muy claro de dónde viene la redondez de algunos números. Por otro lado, no se trata de recordar a Onetti como quien recuerda a una de esas sombras del pasado que sirven para abonar nostalgias fugaces y artificiales o para cumplir, simplemente, con la tontería cíclica de los ritos conmemorativos.

Hay, en el fondo, una única manera genuinamente provechosa de recordar a Onetti, y consiste en leerlo, o releerlo: irse a vivir un tiempo a Santa María tras los pasos de Brausen, el fundador, compartir una mesa en el café con el doctor Díaz Grey, cruzarse con Larsen camino al astillero o al prostíbulo y ver pasar, vestida de un blanco que el tiempo fue ensuciando de a poco, a la novia robada. Y si no es Santa María, abotagada al borde de un río sin esperanza, que sea el pueblo de Los adioses y su almacén, adonde llega el hombre del que el almacenero quisiera no haber visto, la primera vez que entró, más que las manos. O Monte, de la que huye el falso ingeniero John Carr en Cuando ya no importe, antes de regresar, “definitivamente, para siempre”, a esa ciudad donde hay, según cuenta Carr, “un cementerio marino más hermoso que el poema. Y hay o había o hubo allí, entre verdores y el agua, una tumba en cuya lápida se grabó el apellido de mi familia. Luego, en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento, iré a ocuparlo con no sé qué vecinos. La losa no protege totalmente de la lluvia y, además, como ya fue escrito, lloverá siempre”.

A diferencia de Carr, Onetti no volvió a Monte ni está enterrado en ese “cementerio marino”. Pero como bien dice el título de la novela, ya no importa. Todos quienes vivimos o hemos vivido en Monte sabemos que en realidad no existe del todo, que es un sitio casi imaginario del que se huye y al que se regresa, en el que Onetti nos inventó, así como inventó la noche en ese largo y fenomenal tango que es el final de El Pozo: “Hay en el fondo, lejos, un coro de perros, algún gallo canta de vez en cuando, al norte, al sur, en cualquier parte ignorada. Las pitadas de los vigilantes se repiten sinuosas y mueren. En la ventana de enfrente, atravesando el patio, alguno ronca y se queja entre sueños. (…) Pero toda la noche está, inapresable, tensa, alargando su alma fina y misteriosa en el chorro de la canilla mal cerrada, en la pileta de portland del patio. Esta es la noche”.

No, decididamente no se trata de recordar a Onetti. Se trata, perdóneseme la insistencia, de leerlo, y dar gracias.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 03.07.2017

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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