Por Rafael Mandressi ///
@RMandressi
Una columna a veces no basta. Unos pocos minutos, tres o cuatro mil caracteres obligan a la síntesis y a omitir o a consignar apenas alusivamente aspectos que habrían podido plantearse con más detenimiento. Volver sobre un tema, ampliar o precisar lo dicho, no es sin embargo amable con el formato, que no es propicio al desarrollo por entregas. Pero traiciono hoy las buenas prácticas estilísticas, para no dejar en el cajón de los descartes un par de cosas relacionadas con los casos recientes de abuso sexual y asesinato de dos niñas.
A esos casos, y sobre todo a sus efectos públicos, me referí el lunes pasado, con solo una mención a la condición de “enfermos” que se suele atribuir a los autores de crímenes semejantes, y que por cierto no faltó esta vez. El asunto merece algo más que el puñado de líneas en que lo apreté hace una semana.
La enfermedad es cosa plástica, tiene límites que no siempre son fáciles de trazar. ¿Cuándo aparece? ¿Qué umbrales marcan su irrupción? ¿Qué es enfermedad y qué no? Un cáncer, una diabetes, una gripe tienen para sí la claridad palpable del cuerpo agredido, afectado, disminuido. Pero no siempre esa claridad alcanza: un dolor de muelas también la tiene. Las fronteras de la enfermedad son además móviles, variables: lo que hoy es enfermedad tal vez ayer no lo fuese, quizá no lo sea mañana, y lo que entra o sale del repertorio nunca es sólo el resultado del conocimiento supuestamente neutro y sereno de la ciencia.
Por lo demás, la enfermedad suele salir de su cauce estrecho y hacerse metáfora de lo defectuoso, o de lo desviado, desde las “patologías” en la construcción hasta las “enfermedades sociales”. Instituir la desviación en enfermedad, designar una conducta como el efecto de algún trastorno es tapiar con biología el espacio de la moral y comprar causas a precio de liquidación.
La enfermedad ajena facilita las cosas, autoriza a despachar el crimen como una anomalía, a no darle muchas vueltas al tema, a colocar un mostrador en el universo: de un lado ellos, del otro nosotros, y en ese boliche no se fía, ni hoy ni nunca. Si la bestia no estuviera enferma, en cambio, las cosas se pondrían más complicadas, porque sin locos no hay locura y se volvería necesario el engorro inquietante de explicar las atrocidades cuerdas.
Pero hay a quien remitirse para despejar dudas, hay expertos que saben y que dirán si el monstruo está enfermo, cuál es su patología y qué hacer con él en consecuencia. Antes de entregarles al monstruo para que lo diagnostiquen, convendría preguntarse, sin embargo, qué saben los que saben, cuál es la fuerza y la fiabilidad de ese saber al que se transfiere la capacidad de incidir decisivamente en algo tan serio. Ocurre que un saber, por más científico que sea o pretenda ser, es provisorio y lábil, carece siempre de pruebas definitivas y no se elabora ni se aplica en el limbo sino entretejido con la sociedad, la misma, dicho sea de paso, donde se cometen crímenes estremecedores.
Se espera de los expertos, los técnicos o como quiera llamárseles, que se expidan, por ejemplo, sobre si una persona es recuperable o no. Supongamos que dictaminan que no, lo cual significa que un sujeto pasa de estar enfermo a serlo, y por lo tanto a ser eternamente peligroso. No cabe entonces sino encerrarlo de por vida, vigilarlo de por vida, aislarlo de por vida, más allá de la pena máxima que pueda recibir – que, por el momento, como se sabe, en Uruguay no es perpetua. Parece poco sensato tercerizar así, delegándola en un grupo profesional, una porción considerable del poder de definir la suerte que corresponde reservarle a un individuo. Sobre todo porque treinta años después, los expertos ya no serán los mismos, y quizá su opinión tampoco.
Mejor sería dejar la enfermedad fuera de los juzgados, acabar con la patologización de los criminales, y terminar, por consiguiente, con la discusión inconducente sobre si son recuperables o irrecuperables. Después de todo, nadie sabe muy bien cómo recuperarlos, poco y nada se hará para lograrlo, y a casi nadie le interesa.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 04.12.2017
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Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.