Por Carolina Cerruti ///
Los saharauis hace cuarenta y cinco años que viven en tiendas de campaña en los campos de Tinduf en Argelia. Expulsados del Sahara Occidental por la indiferencia española y la ambición marroquí, fueron obligados a desmantelar su joven república y a instalarse en las hamadas argelinas de manera transitoria. Cuando los periodistas les preguntan por qué no construyen casas de adobe que son más frescas, ellos responden: porque ese día habremos desistido de volver a nuestras tierras.
Aceptar como definitivo lo que suponemos transitorio, implica la renuncia al estado inicial. La situación precovid ostentaba la imagen del homo sanus que se fue configurando merced a las vacunas, la pasteurización y los antibióticos. Desde fines del siglo XIX en el mundo desarrollado ha cobrado fuerza la idea de salud como estado natural. Evitar el contagio de enfermedades transmisibles no sólo es posible, sino relativamente fácil.
En cuestión de pocos meses esta presunción ha dado un giro radical, todos somos potencialmente transmisores hasta que se demuestre lo contrario. Esta premisa, al igual que las tiendas de los saharauis, tiene mucho de permanente.
Varias cosas inducen a pensar de esta manera, no todas igualmente significativas pero que aportan su grano de arena a la cuestión.
Una de ellas es el carácter de la mascarilla. Las primeras, descartables, blancas o celestes cortesía del Estado, fueron sustituidas en gran medida por otras más duraderas, en versiones estampadas, flúor o básicas. Las tiendas de ropa femenina ya las incluyen en sus colecciones y las maniquíes las lucen con una naturalidad escalofriante. Años atrás, caminando por un país de mayoría musulmana, me sorprendió que el hijab fuera un artículo digno de exponerse en un escaparate. Lo entendí como una representación cultural del ideal de mujer. Me llevó algunos años comprender que era un elemento más del outfit femenino y, como tal, sujeto a las leyes de la moda y del mercado. Aparentemente el barbijo sigue esta tendencia y han proliferado versiones en animal print, la bandera de la diversidad o con el slogan Nunca más, que cada sociedad le atribuye un significado particular.
Otro elemento que insinúa permanencia ha sido la proliferación de contagios pese a las altas temperaturas. El verano ha sido especialmente ansiado en Europa porque se creía, creíamos, que el calor arrasaría con el virus.
Sin embargo el Covid ha logrado infiltrarse por entre los cuarenta grados y seguir contagiando sin prisa, pero sin pausa. En estas circunstancias y las que proyectan las estadísticas, la estación de la felicidad está perdiendo reputación. Hay temperaturas de fiebre, una hora más de sol por consenso político europeo y muchas piscinas y playas cerradas o con aforo reducido. El status del invierno está en alza porque confinarse con frío se parece bastante a una elección.
El término nueva normalidad sugiere, por su parte, que la pauta a largo plazo será andar esquivando cuerpos sin rostros, saludarse con los codos y sostener el supuesto de que todos somos portadores, hasta que un hisopado demuestre lo contrario.
Acatar las leyes de la nueva normalidad es una obligación civil y como tal, coercitiva. Admitir la pérdida de la “salud por defecto” es más difícil.
El poder de controlar y domar las pestes simboliza el triunfo sobre la muerte, algo muy próximo a la dimensión divina. Reconocer que este postulado es falso implica someterse a la omnipotencia de lo aleatorio o la fuerza del azar. Y, desde esa perspectiva, nuestra vida está en constante peligro.
Tras el final del homo sanus emerge, con toda su fuerza, la figura eterna de la parca.
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Foto: Wikimedia Commons.
Para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva
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