Foto: Pablo La Rosa / adhocFOTOS
Por Natalia Trenchi //
Cuando un pareja con hijos entra en crisis y se separa, no hay solución perfecta para ver qué se hace con los niños. Las hay mejores y las hay peores, pero lo único perfecto (en su imperfección natural) es que lo niños crezcan conviviendo con ambos progenitores juntos, felices y con buenas habilidades de crianza.
Cuando ello no es posible, lo mejor es que se separen y traten de ser felices y de criar bien aunque separados. Si logran pasar a esta etapa, superar las reyertas que tenían como pareja y encontrar un buen sistema de co-parentaje en la separación, sus hijos seguirán creciendo y desarrollándose sin que el proceso de separación los dañe. La separación de la pareja no daña a los hijos (aunque los haga sufrir, pero eso es otra cosa). Lo que los daña es la discordia crónica entre ellos, el ser tomado de rehén, o de juez, o de mensajero, o de representante del otro, o perder (física o simbólicamente) a alguno de los padres.
Demasiadas parejas se separan para estar mejor y siguen estando peor: siguen en guerra, en tironeos y agravios. Como que se divorcian sólo en los papeles: en la vida siguen tan unidos como siempre sólo que a través del conflicto permanente.
Otras/os quedan destruídos, sintiendo que su vida no tiene más sentido; otro/as reaccionan queriendo recuperar el tiempo perdido y se vuelven juveniles devoradores de la vida disipada.
Por diferentes caminos se llega a una situación dañina y evitable: el abandono parcial o total de las actividades de crianza. Y ahí quedan muchos niños rebotando como pelotitas de un flipper, o arrugaditos en un rincón o transformados en una bandera de guerra o de rendición.
Y ahí es que aparece el daño, como resultado de lo que hacen los padres y madres, que muchas veces siguen con el discurso políticamente correcto de que lo que más les importa son los hijos…pero en la práctica dedican la mayor parte de su energía a tironear poder con el otro.
Y todo este espactáculo lo presenciamos desde el auditorio quienes trabajamos en salud mental, los abogados, los jueces, los asistentes sociales… quienes podemos terminar agobiados, frustrados y hasta enojados con estos adultos que siguen destrozando a sus hijos en nuestras narices. Podría contarles muchos casos (lo que obviamente no voy a hacer) para justificar por qué yo también he sentido en algún momento eso de: ¿Sabés, qué? Que repartan a sus hijos por la mitad y dejen de pelear de una buena vez. Es que muchas veces querríamos reducir este drama humano a algo tan sencillo que se solucionara de un certero tijeretazo.
Pero, ¿saben qué? Estaríamos agravando el problema. Porque no se pueden buscar soluciones mecánicas para algo que no es mecánico. Por eso me aterra leer sobre los proyectos de ley (seguramente bien intencionados) que intentan solucionar el tema de los hijos despues de un divorcio de un plumazo legal.
Haciéndolo pasarán pisoteando muchas realidades humanas, todas diferentes. ¿Que tenemos que seguir trabajando para que ningún niño sea víctima de los conflictos entre sus padres? Por supuesto. ¿Que eso se soluciona con órdenes iguales para todos los casos? ¡No! No funcionamos así ni las personas ni las familias. Si no consideramos la individualidad de cada situación, las necesidades de cada niño, las posibilidades de los adultos y su situación, vamos a terminar generando mucho más daño del que queremos evitar.