Tiene La Palabra

De cazadores y presas

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Por Rafael Mandressi ///

El lunes pasado la BBC informó que habían encontrado los restos de Cecil. A Cecil le faltaba la cabeza y lo habían matado de un balazo después de haberlo herido con una flecha y de una persecución que duró 40 horas, al cabo de las cuales Cecil cayó exhausto, a merced de sus perseguidores. Fue entonces que lo ultimaron, lo decapitaron y lo desollaron. En un primer momento se creyó que quien había matado a Cecil era un ciudadano español, pero luego se supo que el responsable de su muerte había sido un estadounidense, un tal Walter Palmer, odontólogo en Minneapolis. Se supo también que Palmer desembolsó unos US$ 55.000 para matar a Cecil, aunque Palmer no supiera, según aclaró más tarde en un comunicado, que se trataba de Cecil. Para él era solo un león más.

Pero lejos de ser un león cualquiera, Cecil era el más célebre de los leones del parque nacional Hwange, la mayor reserva de fauna de Zimbabue. Hasta allí llegó Palmer a principios de julio y contrató los servicios de dos ciudadanos zimbabuenses, un tal Theo Bronkhorst, cazador profesional de la empresa Bushman Safari, y Honest Trymore Ndlovu, propietario de la granja donde se libró la cacería. Cecil tenía 13 años, estaba siendo objeto de un estudio de la universidad de Oxford sobre las consecuencias de la caza deportiva sobre la población de leones en Zimbabue, y era la principal atracción turística del parque Hwange.

Todo el mundo lamenta la muerte de Cecil: los investigadores de la universidad de Oxford, los operadores turísticos, la ONG Zimbabwe Conservation Taskforce, los dos secuaces zimbabuenses de Palmer, que están siendo juzgados en su país, y hasta el propio Palmer, que de exhibirse en Internet posando junto a sus presas –un leopardo, un rinoceronte y algún antílope, entre otras– tuvo que cerrar el martes su cuenta de Facebook ante la andanada de mensajes poco amistosos e incluso amenazas de muerte, con promesas de hacer con él lo mismo que él hizo con Cecil.

La indignación planetaria incendió las redes sociales, desató deseos de vengar al león abatido, condujo a emplear la palabra “tragedia” y convirtió a un odontólogo de Minneapolis aficionado a la caza mayor en el destinatario de una ola de desprecio y de odio de grandes proporciones. Sin duda, el señor Palmer tiene gustos y hábitos difíciles de defender, pero si efectivamente ignoraba que el felino que mató era Cecil, se puede decir que tuvo mala suerte. Él creía quizá que la cabeza y la piel que se estaba procurando como trofeos pertenecían a un león anónimo, de ésos que pueden ser cazados legalmente. Pero no.

Entre todos los cazadores que viajan a África, contratan safaris y bajan animales a tiros en la sabana sin inconvenientes, a él le tocó el triste papel de matador de Cecil y pasó del otro lado del mostrador. Ahora se trata de cazar a Palmer, y en eso está la jauría, desbocada como si acabara de volver a ver Bambi y quisiera cobrarse en buena moneda de desquite la injusticia obtusa cometida por este dentista irresponsable, cruel y frívolo.

Devenido en presa, Palmer tal vez tenga que mudarse, porque las direcciones de su domicilio y de su consultorio son conocidas. Seguramente no volverá a poner los pies en Zimbabue, y durante algún tiempo suspenderá las cacerías. Se dirá a sí mismo que es injusto, ya que todos sus amigos y conocidos del ambiente de la cinegética lo seguirán haciendo como si nada, y se preguntará qué habrá hecho él para merecer esto. El mundo se ha vuelto tan violento que ya ni cazar leones en paz se puede.

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