Días de coronavirus

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Por Carolina Cerruti ///

Buenos días, amigos de En Perspectiva. Soy Carolina Cerruti, Licenciada en Comunicación Social y profesora de Historia y vivo en Madrid, una de las ciudades más afectadas por el coronavirus. De lo que quisiera hablarles es del factor coronavirus, que es otra cosa.

Avicena, médico del siglo XI escribió que "la imaginación es la mitad de la enfermedad” y eso es justamente lo que está ocurriendo en España y en el mundo. La imaginación, cuando no es disciplinada, puede llevarnos a cosas tan absurdas como hacer gárgaras con vodka, tomar un antibiótico como prevención o apelar a las limpiezas espirituales.

Una cosa es la pandemia provocada por un virus que muta y que es extremadamente contagioso, y otra, muy distinta, el factor coronavirus. Afectados o no por el virus, el factor coronavirus nos ha contagiado a todos.

Distintas versiones circulan desde que el virus dejó de ser exclusividad de los chinos. Teorías conspirativas y argumentos metafísicos acerca de la dialéctica del universo y sus leyes, hasta miradas románticas sobre las posibilidades de un cambio radical en la humanidad y sus vínculos.

Varios filósofos se han pronunciado en algún sentido, o sin ninguno. Una conspiración norteamericana para no perder la supremacía mundial, un futuro cercano signado por la vigilancia totalitaria o el coronavirus como corolario lógico del sistema capitalista.

Desde que, después de la guerra fría se vaticinó que la tercera guerra mundial sería epidemiológica, cada vez que aparece alguna enfermedad nueva o remixada, se amplifica la sensación de beligerancia en ciernes.
El factor coronavirus ha otorgado a la oposición política española, la oportunidad de culpabilizar al gobierno por haber autorizado y promovido la marcha del ocho de marzo. Por entonces, hace tres semanas, los ciudadanos de a pie veíamos el coronavirus como un cuento chino.

Según los expertos, el riesgo mayor deriva del colapso de los servicios de salud y lo más difícil para los médicos es elegir quién tiene prioridad para vivir y quién no.

Cientos de enfermos en terapia intensiva son desalojados porque deben dejar el sitio a los más jóvenes. Conservar nuestra vida puede costarle a nuestros padres o abuelos la suya. Aquí en Madrid, las noticias sobre cientos de cuerpos esperando sepultura en lo que hasta hace unos meses era una pista de patinaje sobre hielo, resultan estremecedoras.

El colapso del sistema sanitario coloca a los médicos ante un dilema moral. En Europa, la cuna de los derechos humanos, el abandono de los mayores es un despropósito. Pero es lo que está ocurriendo. Estas circunstancias nos obligan a reconocer que, visitar a un pariente o sacar a pasear al perro, pueden tener consecuencias mortales y políticas. Como ciudadanos, pocas veces hemos tenido tanta influencia en los acontecimientos del país que habitamos.

Resulta inevitable comenzar el día sin repasar las cifras de contagios que siguen aumentando, aunque las versiones más optimistas aseguran que todo lo que sube tiende a bajar. Y alternamos las estadísticas con los vaticinios de un mundo distópico donde nada será igual.

No son los efectos sobre la salud los que estimulan la imaginación apocalíptica, sino los efectos sobre la sociedad. El confinamiento, las colas en los supermercados, la distancia obligatoria entre transeúntes y amantes, la prohibición de salir a la calle acompañados generan una sensación de irrealidad.

Esta es la primera pandemia del mundo globalizado y se transmite a través de las redes sociales. Las imágenes en directo de los hospitales abarrotados y enfermeras agotadas, amplifican el miedo ante la insuficiencia sanitaria, como no ocurrió en pestes anteriores.

Pero hay un elemento que es nuevo en la historia de las epidemias y de las reclusiones obligadas. Es la primera vez que el problema, al menos en Europa, no es qué vamos a comer sino cómo dejar de comer o combatir el exceso. Las cuarentenas de las sociedades opulentas son todo lo contrario a la escasez y la austeridad. Por ahora.

En el mundo de la hiperactividad tenemos que aprender que no hacer nada es lo mejor que podemos hacer. Los días son todos iguales, más o menos frío, más o menos lluvia, más o menos enfermos. El confinamiento obligado no tiene nada que ver con la idea romántica del ermitaño. Salimos a la calle con culpa y con miedo, con el salvoconducto del ticket de la compra por si un policía nos pregunta.

Ayer, caminando hacia el mercado me sentí desnuda. No llevaba guantes ni mascarilla. Sentí la mirada recriminatoria de mis vecinos. Me imaginé cómo se sentiría una musulmana en un colegio en el que no le permiten llevar al hiyab.

Esperando en la fila para ingresar al mercado una mujer se acercó demasiado y el guardia le llamó la atención. Nos tratan como leprosos se quejó ella. Es que todos somos leprosos.

Mientras el factor coronavirus intenta explicaciones de diversa naturaleza, el virus continúa ensañándose con nuestros mayores. El personal sanitario se enfrenta cada día al conflicto entre el juramento hipocrático y los recursos disponibles, a todas luces escasos.

En ese sentido el coronavirus es oscuramente democrático y ha venido a cumplir el deseo primigenio de los seres humanos, el de querer ser como los dioses. Dudo que sea envidiable la potestad de elegir quien sobrevive.

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Para el espacio Voces en la cuarentena de En Perspectiva

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Foto: Bandera española en un balcón de Madrid. Crédito: Gabriel Bouys / AFP

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