Foto: Wikimedia Commons / www.argentina.gob.ar
Por Rosario Castellanos
El 18 de julio de 1994 estuve en Buenos Aires. Fui allí en compañía de mi hermana Maur y mi sobrina menor Belén, una niña entonces, aprovechando un feriado largo en que se conmemoraba un nuevo aniversario de la Jura de nuestra primera Constitución. Para ambas fue un día feriado en nuestra condición de empleadas públicas.
Pero además tuvo lugar el atentado terrorista en Buenos Aires a la AMIA, la Asociación Mutual Israelita Argentina.
Después de almorzar en la calle Santa Fe y de regreso al hotel, me enteré de que se había cancelado nuestro regreso para esa tarde, por el cierre de puertos y aeropuertos de Buenos Aires, ante tan terrible atentado. Tampoco tenía hotel y tuvimos que mudarnos a otro, sobre la avenida 9 de Julio. Apenas instaladas, prendimos la televisión. Todos los canales hablaban del atentado desde el lugar de los hechos.
A las 10 de la noche, pudo más mi condición de periodista que la de turista, y decidí intentar ir hasta allí. No tenía ninguna acreditación que asegurara mi condición de tal, pero a pesar del taxista que me advirtió del cierre de la zona a toda persona ajena, fui hasta allí. Llegada al lugar, el taxi me dejó en la puerta de un retén policial, convencido de que no podría entrar.
Pero entré por orden de un policía que había estado en Montevideo y me había visto en un informativo de televisión con mi grabador identificado con El Espectador, grabando una nota a quien otros entrevistaban.
Empecé a caminar en una zona absolutamente oscura porque se había dispuesto un apagón para varias manzanas alrededor del predio de la AMIA.
En ese camino me acompañó el sonido de algunas radios portátiles en las casas y la presencia de carpas en determinadas esquinas, montadas por la Cruz Roja para los rescatistas, iluminadas apenas con un farol. Al final de ese recorrido llegué a donde había estado el edificio, ahora reducido a escombros en un enorme pozo. Potentes focos de luz del ejército iluminaban el lugar.
Pero sobre todo me llamó la atención el silencio reinante. Me instalé en el lugar donde estaba nuestro corresponsal, en lo alto del pozo. Recuerdo que en determinado momento los rescatistas acudieron a un lugar de donde sacaron a un sobreviviente entre los escombros. Por un momento el silencio se transformó en vítores y aplausos. Luego volvió el silencio y el trabajo concentrado e incansable de los rescatistas.
A las 2 de la mañana volví al hotel pero continué viendo por televisión.
A la mañana siguiente, muy temprano, llamé a Emiliano y le conté donde estaba. También le ofrecí una crónica de lo visto. Por entonces, teníamos un excelente corresponsal en Buenos Aires que había pasado la noche allí. Yo nunca pensé en sustituirlo, pero bien pude complementarlo. Emiliano prefirió darle a él esa crónica basándose en mi falta de experiencia en la materia. Su informe fue perfecto dado que entonces se sabía muy poco de los autores, el número de víctimas fatales y heridos. Pero del clima y entorno, nada.
No fue la primera ni la última vez que viajé a la vecina orilla. Pero ese viaje me quedó grabado a fuego en la memoria. Y cuando ayer sentí que, a casi treinta años de ocurrido aquello, la Argentina está obligada a pagar por las víctimas, me recordó lo vivido y pensé en el horror que habrán sentido familiares y amigos de quienes quedaron sepultados entre los escombros.
Rosario Castellanos, periodista.