Por Rafael Courtoisie ///
Este salto hacia ninguna parte en la era de la comunicación instantánea concita aquí y allá no la voluntad sino el anhelo voluntarista, la solicitud de una escritura de salvación.
Se necesita una redención, una senda posible positiva.
El problema es que la construcción discursiva social y supranacional de esta perturbación de la pandemia es una condición omnívora.
Los profetas del fin del mundo, otrora activos en su oficio, se encuentran con la dificultad de esta construcción social planetaria y de su vórtice verbal, conceptual y moral que arrastra y aplana la posibilidad de un mesianismo de signo negativo o positivo.
No, el fin del mundo no está cerca, ni lejos.
No hay fin del mundo porque ya no se experimenta una realidad temporal como la conocíamos, se ha suspendido el transcurrir y la calidad aparentemente lineal y progresiva del tiempo cartesiano, se ha atrofiado el tiempo kantiano, se desactivó el tiempo de Hegel, el proceso dialéctico carece de posibilidad de movimiento en su famosa triada tesis, antítesis, síntesis.
La historia se ha detenido, o simplemente gira, da vueltas en torno a un centro que está en todas partes.
Pero no está arribando el fin de los tiempos, ni el fin de la Historia del que hablo Fukuyama. La postmodernidad es prehistoria, pasado remotísimo.
El discurso de la peste es un detenimiento, una incerteza.
No hay buenas o malas intenciones. No lo dirige este o aquel individuo, no es fácil presa de profetas que se adueñen de su denotada y connotada desgracia, la clase política no logra amaestrarlo, adiestrarlo, someterlo a sus intereses o designios.
El discurso de la peste no es apocalíptico, no es nihilista, no es un discurso de exterminio y tampoco es un discurso de nacimiento. Simplemente está.
No hay esperanza porque tampoco es posible la vía de escape de la desesperación.
La desesperación y la esperanza son correlativos, y tienen la misma raíz etimológica.
La desesperación en su aspecto social es una forma negativa, pero asible, de la esperanza.
Hay molestia, desasosiego, indeterminación, malestar, incomodidad. Pero por otra parte hay laxitud, cierta idea de placer primario, de dejarse ser y de dejar ser el evento, de gozar en términos módicos, de abandonar todo esfuerzo, de no tener que procurar cumplir con obligaciones asumidas de buen grado o impuestas.
Hay condiciones objetivas de disminución, de preocupación, pérdidas de insumos materiales, de posibilidad de bienestar. Y a la vez hay condiciones para una nueva forma de gratificación, de encontrarse con otro tipo de bienestar, de resignificar la holganza, la plenitud en el hallazgo de una parte del uno mismo que se había alienado a causa de lo relacional, del trabajo como se lo concebía hasta ahora.
Antes de la pandemia,el cuerpo se había cedido a cambio de un sueldo. Se vendía salud para poder comer, se hipotecaba el tiempo de la vida para vivir.
Antes había apuros, carreras contrarreloj, jornadas laborales de diez, doce, catorce horas, transas, preocupaciones de agenda, falta de tiempo.
Ahora hay agotamiento, sí, hay estrés, hay perturbación y cierto dolor, pero no son funcionales, no sirven para el funcionamiento de otro sistema más que el que ha desplazado a todos.
En cierta forma se tiene todo el tiempo para inventar de nuevo el mundo y nuestro trabajo, que es nuestra relación con el mundo, para zurcir experiencias vitales antes inasibles. Tenemos ahora la posibilidad de gozar sin medida del uno mismo y de ver por primera vez, en la soledad del mundo, desnudos a los otros.
Cada hombre y mujer son Adán y Eva. No hay Dios que vigile y castigue.
Solo susurra y se enrosca en el árbol de la ciencia, lúbrica, escamosa, indecible, la serpiente.
Hoy, el paraíso está aquí. El paraíso terrenal somos nosotros respirando.
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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, jueves 27.05.2020
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Rafael Courtoisie (1958) es un ensayista, académico, autor de varias novelas y traductor uruguayo, miembro de la Academia Nacional de Letras.
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Foto: Rafael Courtoisie. Crédito: academiadeletras.gub.uy