Editorial

Las farmacias de la muerte

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Por Rafael Mandressi ///

A través de un comunicado fechado el 28 de marzo pasado y difundido este último viernes, el grupo farmacéutico Pfizer hizo pública su decisión de tomar medidas para impedir que sus productos sean utilizados en las ejecuciones por inyección letal en EEUU. Concretamente, la compañía se dispone a restringir la distribución de siete productos que forman parte del protocolo de inyección letal en la mayoría de los 31 estados donde la pena capital está vigente.

El cóctel del ajusticiamiento se compone de drogas que anestesian y sedan al reo, como el propofol y el midazolam, y de otras que lo matan: el bromuro de pancuronio, que paraliza los músculos y corta la respiración, o el cloruro de potasio, que paraliza el corazón. Pero el sistema no es perfecto, y a veces, por ejemplo, los sedantes fallan. Así pasó con Clayton Lockett en Oklahoma, en 2014, que murió de un paro cardíaco al cabo de 43 minutos de agonía durante la cual se le oía gritar que se “quemaba por dentro”.

En ese momento, la Unión Europea ya había decidido reforzar los controles para la exportación de fármacos letales, y algunas empresas farmacéuticas en EEUU habían dejado de suministrarlos a las administraciones penitenciarias. Con el anuncio de Pfizer, se suma a la lista de esas empresas no solo la más grande de todas, sino la última que quedaba sin retirarse del mercado de la muerte.

Prácticamente desprovistos de tiopental sódico desde hace varios años, los verdugos se enfrentan ahora a la escasez anunciada de una nueva batería de drogas. Será más difícil, por consiguiente, seguir haciéndolas correr en las venas de los condenados, y las ejecuciones se verán más entorpecidas aún. Los atrasos y las suspensiones que ya se han producido por este motivo seguramente aumentarán, y tal vez pueda llegarse, en algunos casos, a una suerte de abolición de facto de la pena capital por falta de insumos inyectables.

Salvo que se esté a favor de la pena de muerte, una perspectiva semejante es auspiciosa, y, en principio, solo cabe celebrar la decisión de la firma Pfizer. Celebrar no significa, sin embargo, creerle a una multinacional farmacéutica cuando aduce razones filantrópicas. A Clayton Lockett en Oklahoma y a otros dos condenados en Ohio y Arizona que corrieron la misma suerte, se les había administrado midazolam, un producto de Pfizer, y los atroces tres cuartos de hora que Lockett tardó en morir no llevaron entonces a la empresa a reaccionar de acuerdo a lo que pregona hoy como sus “valores”. Quizá esos valores se hayan vueltos fundamentales luego de un fallo judicial en Arkansas, que en octubre de 2015 dio razón a ocho condenados que pretendían saber cuáles serían las sustancias letales que iban a serles inoculadas. Ser el laboratorio del cóctel de la muerte es una cosa, pero que se sepa es otra.

Sea como fuere, puede estar muy bien que la gran industria niegue el uso de sus fármacos a la máquina de ajusticiar en EEUU, pero no todos los efectos de esa resolución son necesariamente benéficos. Aquellos estados que quieran continuar con las inyecciones letales tendrán que recorrer otros caminos para procurarse los cócteles: importarlos desde otras zonas del mundo, como la India, encargarlos a farmacias no autorizadas por la Food and Drug Administration (FDA), como ha ocurrido en Texas, o experimentar con nuevas sustancias. El riesgo de estas vías tortuosas es que se termine recurriendo a drogas de peor calidad y menos eficaces aún para evitar que ocurra lo que pasó con Clayton Lockett.

Pero hay más: los paladines del castigo supremo no van a amedrentarse por no tener qué inyectar. Cambiarán el método, para peor: el año pasado, el estado de Utah restableció los pelotones de fusilamiento, el de Oklahoma habilitó el uso de gas y el de Tennessee volvió a la tradicional silla eléctrica. A otros podría llegar a ocurrírseles reflotar el pintoresco sistema de la horca, vigente en los estados de New Hampshire y Washington, y, por qué no, aplicar el delicado dispositivo ibérico del garrote vil. Después de todo, cosas así hacen los chinos, los iraníes y los saudíes, a gran escala y sin que ningún laboratorio venga a estorbar con sus “valores”.

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Emitido en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, lunes 16.05.2016

Sobre el autor
Rafael Mandressi (Montevideo, 1966) es doctor en Filosofía por la Universidad de París VIII, historiador y escritor. Desde 2003 reside en París, donde es investigador en el Centro Nacional de Investigación Científica, director adjunto del Centro Alexandre-Koyré de historia de la ciencia y docente en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Es colaborador de En Perspectiva desde 1995.

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